miércoles, 10 de diciembre de 2008

Nuevas Cenizas, la foto de la tapa



Vi esta foto de Carlos Furman cuando estaba escribiendo la novela y me pareció que tenía que estar en la tapa del libro, si alguna vez lo terminaba y lo publicaba. Llevó varios años. Tuvo que ser en blanco y negro por economía, pero ahora la podemos ver como es. Se llama Parque Saavedra. Era la entrada a un autocine al costado de la General Paz.
Los invito a ver otras en http://www.carlosfurman.com.ar/

martes, 2 de diciembre de 2008

"Nuevas Cenizas" - 1° Parte

a Gabriela




I
Hasta que una tarde la Turca asomó su perfil de pájaro por mi puerta diciendo hay un laburo para vos, morto qui parla, cuarenta y ocho, che, ¿me oís?, llamá la morgue, antes de que se pudra, ¿o lo quemamos?, dale, lepra, ¿te cayó mal el banquete?, y yo levanté el brazo como un nazi anémico. Imitaba la ristra de frases sin ingenio que Rega, su marido, usaba para saludarme. A él le salían fácil como el humo, una fluidez compadrita que matizaba la repetición, daba risa en sí, pero en el chicle de la Turca trastabillaban. Cuando masticaba chicle con ese ímpetu estaba de buen ánimo. Lo cómico de Rega, me parece, era verlo representar un personaje distinto al que creía estar representando.
Milagro, milagro, dijo la Turca. Entrá, dije, para callarla. Entró como si saliese a escena, bajo el gabán abierto su vestido corto de hilo, muy blancas las piernas y esas sandalias de bronce que encandilan a los automovilistas desde los carteles del bulevard.
Pará, dije, un minuto. Señalé la silla pero mis ojos no la miraban, la cabeza inclinada, boquiabierto, creo que ya había roto mi radio para poder oir la de los vecinos, su gangrena de discurso gubernamental y canciones románticas, la voz de mujer que las sobrevolaba al hilván, el golpe de los muebles mareados cuando caen contra el suelo. Quizás el derrumbe se haya desencadenado definitivamente cuando descubrí que Dolores o Lola eran maneras de nombrar una única mujer que había dicho: tenga esta silla, una le va a hacer falta, al menos, aunque entonces la viese como a silueta de cartón y lo mismo me daban la pared, ella, la criatura que no dejaba de llorar y sacudirse en sus brazos y el hombre que les llenaba la panza y juntaba sillas por las veredas de los barrios ricos.
Ni la silla traía la imagen de Dolores desde más allá de la pared a mi memoria ni su perfume se negaba a abandonar la silla, en la que un fondo de balde siempre amenazante reemplazaba al asiento original y que más bien olía a vieja madera, a polvo de demolición o a encierro. Sin embargo, en ese desfile al que no podía dejar de asistir desde la cabecera de mi cama, la imagen de Dolores se mezclaba con las de otras mujeres familiares y especialmente a pesar mío Mara: nunca encontrarían su remera entre los fierros del auto o flameando al borde de la ruta, frenada contra una piedra, un poste, picoteada por púas de alambre, buitres alrededor de su pecho acolchado rojo como una escultura ultra actual, una Venus del km.106.
Llegando a Mara me atacaba el dolor de cabeza. Ese dolor, mi cuerpo y algunas imágenes insistentes eran lo último que quedaba de mí. Fotos del casamiento de mi padre con la hermana de mi madre, muerta. Otro casamiento, yo de frac, Mirna de tules blancos y Mara, madrina, traje sastre gris, un largo brazo alrededor de mi cintura. Toda esta historia de hermanas madres muertas y padres matadores retumbaba con cada golpe de mi nuca contra la pared sin conseguirla olvidar.
La Turca por suerte no. Era capaz de entrar y sentarse con el pecho contra el respaldo despintado, desafío, las manos coronadas de acrílico sobre las rodillas. Lo blanco de su piel, el pelo oscuro, le habían inspirado a Rega, cuando la conoció, el apodo. La Turca, o el nombre insulso que trajera de su pueblo, sinceramente, contaba él, un espantapájaros. Cada disgusto que pasaban, Rega caía a descargarse, a no dejarme dormir hasta que la culpa le volviese al cuerpo. Una garza, contaba, había que tener oficio para arriesgarse a ponerle un peso encima. A mi me sobraba oficio. La semblantié y cuando alzó los ojos yo ya había hecho el cálculo y la miraba con mirada paternal. Había sido en el baño de damas de la enorme estación del Este, Rega franqueaba cualquier sitio. Para él, que estaba en la cosa, ningún instante tan intenso: primera impresión, flechazo, apuesta. Uno chupa, como el picaflor, se suspende, retiene en el aire. La mina te mira como si le costara enfocar, o sonríe, o se abraza contra el pecho tuyo, llorando, a veces patalea; la conquista. Esta de mujer no tenía nada, y así y todo ya se la habían hecho, a lo animal, entre las matas, la bosta, contra el tronco de un árbol. Lo único, esos faroles, dos monedas negras que manchaban, además de las pestañas también negras, muy arqueadas, que iban a definir, con el apodo, en dos o tres trazos, al personaje.
Era historia. Después de la prohibición habían encontrado, gracias a la Biblioteca, una legalidad. Rega era el más feliz de los dos. Planeaba mudarse de estas ruinas. Hasta había conseguido un auto. Ella alternaba rachas de angustia y euforia, el chicle era más que un indicio, su mandíbula trabajando como un pistón, yo no sé qué le daba entonces por auxiliar a los otros, buscarles techo, ropa, falsas familias. A mí vino a ofrecerme un laburo.
Dije que no. Dije ni loco pero me senté en la cama. Aunque la idea de pararme me daba vértigo alguna que otra noche me había arrimado a la pared a oir la música de la discordia que sonaba en lo de Dolores, el cruce de porques y por qués, de fondo la respiración de la criatura, esta banda de sonido, que intentaba interpretar equívocamente, me había llevado incluso hasta el pasillo para encontrarme a oscuras frente a la puerta que filtraba su llanto y la voz distorsionada del hombre, como si la puerta fuese a confesar algo de interés. Volvía a mi cama sintiéndome ridículo, mareado, de buen humor. Pero tales salidas eran secretas, a veces hasta para mí mismo.
La Turca merodeaba con argumentaciones de mosca. Que más allá de lo que me hubiera pasado, que no era intención suya enterarse de algo que yo prefería mantener en secreto, que volviera a ser un hombre, redeshecho, me di vuelta ofendido pero en el fondo ya oía el martillo del trabajo sonando inapelable sobre mi cabeza, en los zócalos la pared cicatrizaba viejos números, nombres, hormigas que desarmaban los circuitos de una cucaracha al pie del inodoro, afuera estalló una música, todo el tiempo perdido, dijo la Turca, me intrigó su voz lejana.
Giré y la vi de espaldas espiar el pasillo. Trabó la puerta usando uno de sus tacos como cuña. No me hagas daño, dije. Sin sonreír se me vino, rengueante, violando la frontera de la silla, a sentarse casi encima. Rabia, rabia contra la música que cada vez más fuerte me hacía doler la cabeza, sus argumentos, mis propios oídos, el olor a tutifruti, estirándose, envolvió, su piel blanca, el prejuicio de cierta insensibilidad de esa piel, algo del uso, plástica, y sin embargo calor, al repliegue de su vestido hacia la cintura descubrí un vértice de bombacha negra, muslos blancos, la necesidad de abrazarme inmediatamente los pies para aliviar lo que se retorcía adentro, un cigarro, aire, ni arrugas ni granos ni hoyuelos ni irritaciones en lo liso, ni lunares ni pendejos ni pliegues hasta los bordes hundiéndose en la carne, ¿dejaría marca el elástico?, Rega me había contado, no confesado, hablando del pubis público de su mujer, de últimas con el medido despliegue del comerciante que da a entender a otro la razón de su amplio margen de ganancia en algunos artículos, las transiciones de eso que ahora era una mata prolijamente triangular, de la que no asomaba ni la raíz encarnada de un pendejo y sin embargo nutrida, dura bajo la sombra aplastante de la tela, del tiempo, lejano, del debut, cuando se afeitaban, él lo había soportado con profesionalismo, más que la improbable semejanza con el pubis de una niña la impresión que le daba era de una horrible peste, el quirófano, la huesuda, la calidad de una clientela estable y el trabajo fino les permitieron verla resurgir, renredarse, el olfato de Rega para los negocios que a su vez florecían incorporó el recorte casi artístico, un plus a pedido del cliente, y esta segunda cabellera fue cuadriculada, serpenteante, se zanjó en dos o se alargó siguiendo la raja hacia el ombligo, tuvo las formas más o menos reconocibles de letras y objetos como copa, sombrilla, medialuna, cruz, frutas, obras efímeras, singulares de su coiffeur entregado a una fiebre creativa que no excluyó el dolor ocasional ni los colores.
De esta época era una foto tomada de apuro, escandalosamente, en una cabina de estación de subte, Rega sosteniendo por detrás a la Turca en el aire abierta de piernas, tratando de embocar en alguno de los cuatro disparos de la máquina el centro de un corazón pelirrojo, prueba de amor que él acuñaba, borrosa, en su billetera.


Seguramente fue mandado por la Turca que al otro día Rega vino a despertarme. Debió haber cubierto la distancia del umbral a la cama con la cautela de quien se acerca a un animal peligroso presumiéndolo herido, un fueye de ropa limpia entre las manos, maldiciendo la changa mientras dudaba entre repetir mi nombre cada vez más fuerte o tocarme y en ese caso cómo distinguir bajo las mantas el orden del cuerpo, difícil de reconocer ya que dormía, como siempre, ovillado y sin asomar la cabeza. Debió haber pateado la cama, no con la punta sino con la planta del pie, desplazándola, arañazos sobre el piso de porland. Debió haber corrido, supongo, el telón de la frazada con un golpe seco de verdugo, arriba, arriba, entre aplausos.
La única ventana, sin más que un nylon que empezaba a agujerearse y ceder a los empujones del viento, dejaba entrar la luz siempre gris. Sobre la silla todo tipo de ropas, hasta un sobretodo, de talles y colores desparejos. La palabra colecta parecía haber burbujeado en boca de la Turca. Las mangas del pulóver, grueso, de guarda alpina, me mordían los nudillos. Una bufanda blanca, que más tarde vino a reclamar un tal Cúper diciendo que era suya. La Turca apareció, yendo y viniendo, como el muñeco de un reloj cucú, sonriente y un cepillo de pelo en una mano, alcanzándome una bandeja con café, budín, llevándosela intacta, se hacía tarde. La suma de abrigos me agarrotaba las articulaciones.
Había un clima de comienzo de clases. Bajé despacio, pálido, un brazo de ciego extendido hacia la baranda inexistente, el otro rígido, esa mano estrujando el borde del sobretodo, con la impresión de que mi salida congregaba algún público, los buchones que se escurrirían como peces entre los pasillos para contárselo a la Doña, por ahi Dolores, un puñado de extras, pero todo difuso, sin ganas ni la pretensión de aclarar cuáles de esas figuras eran personas y cuáles dibujos torpes hechos con la punta de una piedra en la pared. Gané la calle con la cabeza enroscada entre los hombros, queriendo protegerme de algo que no era más que mi cuerpo, mi extraño, acechante, su furia capaz de desatar a cada paso.
El auto era un antigüo minicar de tres ruedas, un huevo con la cáscara agrietada por los choques, el óxido, los años que habían anclado su uña en cada duda del esmalte. La Turca no entraba sin protestar por una cosa o por otra y Rega lo lustraba con la vista. En alguno de sus encontronazos de pirata había perdido una de las dos puertas, la del lado del acompañante, emparchada, por ahora, según él, con una chapa, parte de un cartel pintado con letras rojas, tres cuartos de A, una L, la mitad de una O, o G, o C, o incluso podía ser una Q interrumpida lo que parecía colgar del techo como un aro.
Rega entraba último y salía primero. La forma oval del coche obligaba a encorvarse, bajar algo la cabeza o ladearla. Los tres nos apiñábamos en lo que debía ser el centro buscando una comodidad improbable, yo adelantándome, la Turca recostada sobre Rega, éste casi subido a la Turca, exigiendo espacio para maniobrar. Unas semanas más tarde le pregunté si no le había alcanzado la guita para comprar una bicicleta, en su estilo, ya estábamos en medio de una guerra no declarada; sus posesiones lo ponían serio. Pero esa mañana, mientras trataba de calcular el tiempo transcurrido desde que no subía a un auto, desde el descapotable y las dos ambulancias posteriores, una camino al hospital, sin conciencia, surcado de cables y cánulas, mi camilla perfectamente paralela a otra con lo que quedaba del cuerpo de Mara, la hubieran podido llevar en una bolsa negra doble y habría dado lo mismo, la segunda ambulancia desde el hospital hacia cualquier parte, pero afuera, Rega dijo agarrensé, paparulos, listo el pollo, puso el motor en marcha con la concentración que hubiera requerido un cohete espacial y arrancamos.
Volver a ver la ciudad, desconocida, ese día no pude, iba blando bajo el nivel de las burbujas vidriadas laterales, el coche avanzaba despacio, en parte en sombras que le pesaban, yo aspiraba hondo y largaba el aire viejo por la boca hasta con exageración o alivio, el ruido de mis exhalaciones, el viento colándose por la puerta de chapa, qué gusto me daban, de fondo la discusión incesante de ellos dos como ministros plenipotenciarios de dos países en conflicto pero lejos, mi pelea sibilante empezaba a empatarla, confundí agitación, miedo, cansancio, arrepentimiento de haber fumado un cigarro antes de salir con el dolor de cabeza que ya no sentía, estrépito, el viento angosto helando mis mejillas, lástima de mí mismo, el mismo viento otro de frente en el descapotable me sacaba lágrimas, creí oír otra vez la risa sin remera de Mara, camiones, vas a ser padre o tío, como más te guste, había dicho antes de sacarse la remera al sol y que empezaran a sonar las sirenas de cien camiones en mi cabeza, ¿padre o tío?, me apuraba, Mara, ¿los pechos llenos de leche ya?, de eso yo qué sabía, la mano de la Turca me despeinó, ¿vas bien? pregunta. Estás llorando, dice. Estupefacta la dejé. Y Rega, pudoroso, un silencio de acero, para él era una tragedia.
El viento, digo, no importa, se lanzaron a discutir por la ventanilla, el retraso, plata, volviendo a la ciudad, desconocida, pude verla al día siguiente por primera vez, y nada que ver con aquella que jugaba a esconderse en mi memoria, cuadriculada por la intersección de túneles y autopistas, cuáles iban de norte a sur y cuáles de este a oeste no lo sé, pero tampoco eran túneles, semi túneles, una especie de caños o nervaduras sobresaliendo de la palma de la tierra, por su interior los coches andaban a sus anchas, apenas amenazados por el amague de las compuertas metálicas listas para descender si hubiera habido un accidente, una fuga, bajo lámparas albinas, paredes con carteles luminosos que en su época habían indicado la hora, el nivel de tráfico, la próxima salida, ahora mudos o repitiendo siempre la misma frase que cada tanto perdía una letra mientras que las autopistas, si bien en ellas los autos circulaban a cielo abierto, no estaban sostenidas por columnas, su estructura era igual a la de los túneles, y en cuanto a lo que pasaba en la oscuridad de su interior todo el mundo tejía locas, siniestras especulaciones, avivadas por la rapidez con que se abrían y cerraban unas puertas pintadas en el terraplén, generalmente de noche, sospechas tan antiguas como las autopistas y túneles que, sin embargo, me parecieron nuevas, creo que porque no podía ver la ciudad que cruzaban, las manzanas, cajones de gente, como si viera las rejas de la jaula pero no el animal, de ese viaje no me quedó otra cosa, salvo, a todo esto, la luz, cómo decirle, ¿natural?, la que estaba de gris en el aire, y el aire mismo, que me extrañó, respecto a aquella otra misma de antes, encontrándola no opaca pero sin relevancia, todo tenía un tono de pavimento mojado visto durante un eclipse, más la sensación de que durante esa temporada en el encierro las imágenes del mundo, personas, lugares, que había manoseado en mi mente, correspondían a la apariencia que habían tenido muchos años atrás, como si la cinta de mis recuerdos se hubiera rebobinado y ahora me encontrase en el futuro, habiendo transcurrido mucho más que unos meses desde la noche en que llegué o me depositaron en el umbral del edificio de la manera que en las fábulas se desembarazan de una criatura no deseada, con entre sigilo y vergüenza, cerrando suavemente las puertas del auto en el que venía de hacer mi último viaje antes de éste, uno de esos coches anchos, negros, antiguo, que sin embargo la mujer mantenía con dignidad, me parece verla irse, la foto carnet de su perfil anteojudo en sombras enmarcada por la ventanilla, el pelo recogido en un rodete, se abstuvo de girar la cabeza a medida que se alejaba hasta que desaparecí de su espejito.


Dos de estos que después aprendí que eran hijos o yernos de la Doña me encontraron en la calle de madrugada. Cada uno me alzó de un brazo y rengueantes, arrastrando mis tobillos, cruzamos el umbral, llegamos a una especie de paz al pie de la escalera donde volvieron a dejarme, la espalda contra la pared, el peso muerto de la cabeza caído sobre el pecho.
Entonces oí nombrar por primera vez a la Doña. Uno le preguntó al otro si me ataban. ¿No irá a rajarse, no? Empezaba a crecerme el pelo, una capa de dos centímetros que dejaba ver debajo las cicatrices como gusanos en el fondo de un estanque. Uno de los dos apoyó una mano en mi frente y tiró mi cabeza para atrás. Aliento a caña y cenizas. Al soltarla, mi cabeza cayó rebotando, carcajadas.
Abrazaron las dos hojas de la puerta con una cadena y subí tres pisos de escalera en sus brazos. Me hicieron parar ante lo que sería mi pieza, uno dijo acá está bien, agradecéle a la Doña, el otro desenrolló el colchón y lo palmeó levantando una nube de polvo. Cumplido el protocolo volvieron a alzarme y me tiraron sobre la cama. Además de la cama la frazada, el inodoro y la pileta, un alambre tenso entre dos paredes, la lámpara, una radio sin pilas sobre un cajón al revés, el cuadro de la ventana forrado de nylon que daba a la calle.
Yo no dormía para evitar despertarme. Me adormecía, a veces, con los ojos entreabiertos, ensoñaba y al volver traía pinchazos agudos en las sienes, una vena sobresaliente, un antifaz de dolor, opresión, martillazos, mareo, agujas disparadas desde la nuca hacia el centro de la cabeza, pasto para los potros del ruido, la cara tras la reja de las manos pidiendo silencio.
De mañana me lavaba la cara con lágrimas, me enjuagaba en las solapas del pijama azul de hospital y esperaba. Los veía venir a verme. Asomaban el cogote por el marco de la puerta o directamente entraban dos pasos y mostraban la palma de una mano oscilante, chasqueaban los dedos, palpaban el bulto de un pie bajo la frazada. Tímidos o miedosos pegados a la pared de enfrente del pasillo, chicas con asco, entornando la puerta al pasar y apostando a cuánto llegaría, con el tiempo, mi deuda con la Doña y cómo iba a pagarla, incrédulos, haciéndome saber que no pagar era imposible. Yo le había mandado a decir que esperaba la plata de una herencia y ella que empezaba a impacientarse, ya habían corrido mares de agua y sopa traídos por pibes irreconocibles en un pote que volvía con su fondo de fideos, huesos, pencas, horror a oír mis mandíbulas chirriantes, a la lucha contra algo sólido, duro o fibroso, veía mis dientes hundirse en las encías barrosas, retraerse, desaparecer, partirse contra la corteza de un pan. Una miga, un grano de arroz escurrido abría a su paso la garganta, el estómago y los intestinos con el pulso calmo del bisturí. Acuchillado de adentro hacia afuera. En el edificio muchos andaban con navajas, puntas de hierro, picaportes. Les abultaban un bolsillo o la cintura. O llevaban, sobre la piel, la firma del filo de otro.
Semanas o no, cuántas, a partir del pasillo se multiplicaban las versiones y brotaron algunos intrigantes, ¿por qué la Doña me aguantaba?, y aliados, algo así como las apariciones cada vez más seguidas de la Turca trayendo su palma tibia para posarla en mi frente y más tarde Rega, no sé qué habrás hecho ni si está bien que estés acá, único fragmento que pudo recordar de antigua bienvenida carcelaria, para lo que necesites, extendería una mano machaza.
Fugaz, apenas menos liviana que un sueño, Dolores pintó una silla en el aire antes de desvanecerse.
La Turca y Rega volvieron, siempre por separado, ahora a sentarse y hablar uno del otro. Ella quiso oir mi voz. Si no querés contarme no importa, dijo, pero tengo que oirla. Yo dije agua, Turca, fuego, y ella me rozó la cara con sus anillos y era grave, hermosa, no importa lo que digas seguro no mentís, salió de la pieza estrangulando un sollozo.
Rega abarcaba la pieza y más allá la calle y el cielo con los brazos abiertos y decía minas. Contaba chistes, historias que supuestamente eran la suya, insinuó negocios que necesitaban otro, cuestión de que me animase, cifras, los dos hablaron bien de la Doña y de lo malo que era deberle hasta que una tarde ella vino con que había un trabajo para mí y me preguntó si estaba listo. Hace rato, dije, estoy listo.
La mortifiqué, la acusé de venir mandada por la Doña. Abrió y cerró varias veces su boca de labios finos sin decir, sus tetas subieron y bajaron, los pezones de repente tristes tras el blanco del top. Se paró, se cruzó de brazos, ahora se sorbía los mocos.
Cuando alzó la vista yo estaba sentado en el borde, las piernas temblorosas, y respiraba hondo para ahuyentar la arcada. Puso una mano bajo mi codo. Nos miramos y era el retrato vivo de sí misma, era la Turca de las estrellitas, la descalza sobre cristales, a la intemperie, fue en un mareo todas las Turcas que iba a ser para mí hasta llegar a la pálida final, todas saldrían de ese segundo de sus ojos negros, al revés que en esas películas de la muerte que cuentan, y resbalarían por sus mejillas, brillando, para perderse de sal en su boca.
Dimos una vuelta completa alrededor de la cama.
Cigarrillos en el cruce entre los dedos amarillentos manchones y la cara de Cúper, dientes tallados por tormentas, labios gruesos, pómulos de papel maché, la trompa se adelanta al resto del cuerpo casi como el atado que ofrece, ¿un cigarrillo?. Otras reverencias: el velador hacia el suelo, las pilchas partidas en dos por el alambre en el ángulo de dos paredes y mi cuerpo que se inclina, torso vertical al servirme. Aparte, la malaluz asomada desde el pasillo a través del marco de la puerta.
Antes de decir que se llama Cúper apoya una mano en el lomo de la silla, se estira para darme fuego. Se la señalo. Cambia de mano el encendedor. Vuelvo a apoyar la nuca contra la pared, estiro las piernas. Veo la palma de su mano. Lo veo mirarla. El humo me entra en los ojos. Cuando los abro está en cuclillas, examinando el asiento con dos dedos. Uno de los alambres que lo unen a la armazón de madera está cortado y las patas oscilan. Al fin se sienta, dice que se enteró que trabajo en la Biblioteca.
¿Quién es? Nos conocemos de dónde que nos escupimos el humo a la cara calmos, gozándolo. Cuando lo terminamos insiste y duda, sírvase, servite, mantiene el paquete entre unos dedos exageradamente largos y finos, dedos postizos para lo bajo, lo blando de Cúper que enrosca las piernas alrededor de las patas de la silla, dice no quiero ser indiscreto, y que si llegó a saberlo él es porque ya están todos enterados.
Hay alguna gente que me reprocha, mi mujer o ex mujer, ahora estamos, cómo decirlo, distanciados, se le mueven las manos a la altura del pecho como hojas de una puerta vaivén, las cierra, precisamente ser el último en enterarse de las cosas que pasan a mi alrededor. A mi alrededor, como si lo que me pasa estuviera dónde, en ninguna parte, acá, se apunta a la sien, no dispara, como si, vuelve a aplastar las manos bajo los muslos, paz. Frases hechas, esas frases más que hechas lo que hacen es hacer que uno sea como dicen, es decir, no quiero que crea, que creas. Yo he hecho cada cagada, dirá.
Vos no eras así, repetía su mujer, embarazada, dedicada a despintar lo que quedaba de una uña con otra, mientras la mugre se filtraba por abajo de todas las puertas. Porque yo vengo de destrozar una familia, ojo. Eso es fácil, digo. Familia, dice: traje ceñido cuyas costuras son humanas. (Geom.) Una con una línea los puntos suspensivos. (Fam.) Hogar. ¿Hijos? Un no inaudible, hundido en mi garganta y ojos húmedos clavados en el hilo azul que sube. Mejor, dice. Una mujer de la que sólo queda una madre, como la fruta fermentada en licores. Una cáscara sin gusto, sin pulpa. Y las exigencias. Habla de su mujer, de su madre, de sí mismo de chico, algo gordo, algo angurriento, distraído precisamente por prestar exagerada atención a más cosas a su alrededor de lo que ella consideraba lo normal, en las nubes, como se decía. Si yo hubiera tenido tanta sensibilidad, dice, inventiva, rótulos, sería más que el presunto personaje de una película que no rueda, aunque quién sabe cómo es. ¿Cómo? Un cigarrillo, digo. Disculpas, acá tenés, tiene.
No te preocupes, le tiro el salvavidas del tuteo, y mientras traga aire, se acomoda o enrosca el mechón que le ha caído sobre la frente para que vuelva a ocupar pozos sin pelo, la puerta suena, se entreabre ensanchando el volumen del prisma de luz que ahora nos complica, una voz guasa en el pasillo dice de verdad. Pasos de más de una persona, murmullos, otra voz ríe, dejáme, dejáme.
Esto no es nada, dice, volviendo a su asiento. La brasa del cigarro acovachado en la mano hueca, humeante, brilla sus dedos que parecen tener una sola articulación. Esta luz es óptima para fumar, dice, dejando que el humo se filtre entre las palabras, separa las cenizas frías de la brasa con el meñique de la misma mano, asiente. Yo asiento, hago aros. Él larga dos columnas picantes de humo por la nariz. Yo lo suelto de comillo, como diría Rega, que al día siguiente, enterándose quién estuvo, me va a decir: así que de amigos con el filósofo, me goza zapateando unos pasitos de canyengue, y la Turca, pará, uf, fastidio, qué lata. Es como una pesadilla, te juro, una lombriz larga que me entraba por una oreja y no encontraba el camino para salir por la otra. Qué bicho.
Sin embargo yo voy a colaborar para que las siluetas recortadas del cuerpo de Cúper y el mío se posen sobre el espacio en blanco de otros paisajes: su pieza, en los pisos superiores, el pasto que encierran los dos carriles del bulevard, el bus, la ribera, el parque, la antesala del sótano, siempre dibujados, entre nuestras cabezas, globos con mi silencio y sus largas respuestas.
Esa misma noche sueño. Cúper y yo somos dos crotos que se encontraron un mazo de cigarros entre las vías de la estación de cargas y lo apuran en un vagón de tren con el suelo todavía sucio de un cargamento de fardos de alfalfa, en esa fresca, aromática penumbra. Se oyen los grillos, el cabeceo de las señales, las maniobras. Nos escupimos el humo con satisfacción. De golpe, sin decir una palabra, me tiro encima y aprieto su cabeza de costras entre mis manos, la sacudo, la golpeo contra el piso seco, nudoso, apacible del vagón. Se oye un reguero de pasos entre las matas. Un ferroviario se asoma y me ve de rodillas sobre su vientre buscando en sus bolsillos agujereados los puchos, las porquerías que encanuta. Cosas de linyeras, piensa, se aleja. Armo un pesebre en un rincón, me recuesto y fumo. El otro es un bulto de ropa que tiembla, se acurruca, pide basta. Me quedo mirando el humo atravesar los planos sucesivos que proyecta la luz a través de la junta de las tablas, techarnos.
Pero por ahora, cigarrillos. Desde el fondo de la garganta, estirando la mandíbula como si quisiera eliminar todo el humo que tragó en los últimos diez años, dice que hizo cagadas. Épocas que andaba ahogado de la angustia. El aire en los pulmones parece gas, espeso, a punto de explotar. Sin pensamiento o sin otro pensamiento que el que le envaraba los brazos, las piernas. Eso no es pensar, dice, repetirse qué hago, por qué, rebotar entre esas dos preguntas. Rehén, qué palabra. Rehén de la angustia que no me dejaba más que hundirme más. Cerrado hasta al aire, pasaban horas en las que no sentía haber respirado; mudo. Caminaba y mi angustia veía una señal en cada imagen. Si había sol me lo reprochaba, sintiéndome indigno. Si una tormenta arrasaba media ciudad, peor. Es así, sonríe, cada instante es el peor.
Me paro. Te molesta, digo, señalando el inodoro. Concede con la palma de la mano hacia arriba, ladea la cabeza. Dándole la espalda me bajo el cierre, saco la pija. Espero aflojando el cuello que cruje, los hombros, giros de trescientos sesenta grados.
A vos, oigo que dice, las veces que te vi me pareciste un alunizado. Evito darme vuelta. Que cómo es eso, dirás, dice. Pienso en el murmullo del agua en su zanja, en un manantial. Como un viajero que no entiende una palabra del idioma que hablan a su alrededor. Lo oigo chupar el cigarrillo, sopla el humo, me acuerdo de la historia que viene de contarme sin decir quién, ¿él?: un tipo con los ojos vendados siente cómo la mina fuma y le chupa la pija al mismo tiempo, recibe las caricias del humo en la cara y se emociona como un fiel ante el milagro. Pienso en la extraña energía amistosa que nos ha envuelto sin entender, el chorro repiquetea contra la lata del inodoro, débil, necesario, cuando lo miro Cúper sigue hablando, dice abre los ojos y ve caras, muecas que no hubiera creído posibles, no sabe si un grito es de alegría o qué, una máscara, otro solo.
Lindo, ¿no?, inventar teorías con un cigarro entre los dedos.
Es indispensable, dice.
Como un pájaro en el aire oscuro de la pieza entran sus ojos, que parecían seguir la batalla desde una elevación del terreno algo alejada, ágiles, casi recién lamidos, dejando que la trompa haga el gasto mientras eligen el instante, marcan sobre el cuero del rival el punto en el que van a hundirse. Los ojos son su herramienta de comediante. Pícaros, los usa como pie y como aplauso, al mismo tiempo desmienten y afirman lo que dice.
Los míos miran la ventana sin brillo, la pared desconchada, el clavo del que todavía no cuelga ninguna prenda de amor, la horca de ningún dedo, la barbilla casi inexistente de Cúper sobre el borde del respaldo, sus brazos inertes, los rombos azules, blancos y grises trepando por sus piernas enroscadas en las patas traseras.
Una araña baja del techo por un hilo invisible, sus patas finas tantean el aire, se pliegan y apoyan inseguras. Así permanece entre los dos, suspendida.
Más allá de la pared, de sus ojos de ladrillo, Dolores enciende la radio. Vacila entre unas trompetas demasiado alegres y las noticias de las ocho, muele huesos de locutores, es como si viera su mano de dedos suaves por ahora sin anillo impacientarse, volver atrás, fijar, al fin, en el aire, unos violines nítidos, primos del llanto, la veo alejarse como si sus movimientos pudieran desestabilizar la música, los dedos patas de araña se posan sobre cualquier objeto secundario, un pedazo de tela o el mango de la escoba, algo que más tarde pueda retorcer ante la entrada amenazadora del hombre y al mismo tiempo tambores, algo que apretar contra el mismo pecho al que se le escapa una especie de suspiro antes de decir me asustaste en un soplo que le devuelve aire sobresaltado al aire, me asustaste, y se arreglaría un mechón que le cae si no necesitase las dos manos contra el pecho, cuestión de que el hombre en el umbral entienda, sin necesidad de buscar en el Diccionario de los Gestos, que se protege de él, que lo rechaza. El o cualquiera que la distraiga de la criatura, que intente separar la boca del chico de sus tetas blancas, plenas, de la corona parda del pezón.
A él, que viene de juntar desperdicios y le pican los ojos, le pesa la cintura, se lo oye decir ya vengo, sus pasos al alejarse, precipitándose por la escalera. Va a volver mucho más tarde, cuando Cúper ya se ha ido y el sueño se arremanga sobre el edificio, reclamos con una voz que no maniobra bien en algunas consonantes, se estrella contra el escudo de Dolores, se oirán forcejeos, chillidos, ella que susurra dejálo, duerme, y él al fin entendiendo, divisando una salida más allá de la bruma, dice entonces. Entonces entrecejo contraído y mano abierta en alto. Entonces, con la segunda ene que sigue vibrando sobre esos suspiros invertidos que ella sabe dar, ahora más profundos, y sobre otra vibración, acotada, de los resortes de la cama o los pasos de los dos en danza y el choque de la espalda de ella contra la pared. Prefiero imaginar que no llega a cogerla, que entre que se baja los pantalones y saca el choto crecido pero blando, mientras con la frente entre sus tetas la aprieta contra la pared, viéndoselo, y al ver la mano de Dolores, al sentirla, acaba rápidamente, entre visiones, en el delantal que ella con intención se había dejado puesto.
Menos que una brisa, el roce leve de un aire apenas tibio me hace abrir los ojos. A un metro de mi cara, Cúper sopla. La araña se bambolea como un péndulo. Cuando se frena, Cúper sopla de nuevo. La araña se acerca a mi cara, a la suya, apura un escape vertical, pavoroso, patina en el aire. Cúper sonríe, la cara ladeada y los párpados caídos copiando lo que debía ser mi cara. No dormías, ¿no?, afirma, no pregunta, riendosé. Ahora, tapando los violines, se oye el portazo del hombre, sus pisadas en el pasillo y la escalera, el llanto de la criatura que tarda en diluirse en hipo y parar.
Oías la música, dice. Así que te gusta la música, dice frotándose las manos. Y me mira, mendigo de una palabra que le sirva para seguir hablando de sí.


Diciendo la Biblioteca con voz amable y firme, sin extender la formalidad de una mano que se ovillaba en el calor del bolsillo, Rega aclaraba no sólo que esa entrada me correspondería o yo a ella sino que la otra, la principal, a partir del instante en que sonara el clic de esa foto y entrásemos definitivos a través del arco ribeteado de costuras amarillas y negras del portón, a cuyos pies, un charco un espejo, la Turca me alisaba las solapas del abrigo, su abrazo, que la otra a partir me estaría vedada con sus ojos de bulevard. ¿Estamos todos? Poné los fideos, dijo Rega, avanti Fioravanti, golpeá que te van a abrir.
Un pasillo oscuro, abovedado, ahogo, la mano de la Turca un amuleto rojo entre las mías, detrás de la tela ligera de los párpados bajos pude percibir que pasábamos ante una campana de luz, cabeceos de rutina, rezongó el motor del montacargas, uso exclusivo para transporte de materiales. Donde la escalera abría su abismo, yo mi boca, Rega su americana para descubrir que no tenía fuego, pedirme los fósforos y quedárselos, el techo se estrellaba de unas gotas que sin caer ni absorverse sugerían lo sofocante, la densidad, lo elástico y húmedo de ese ambiente en el que sólo el abrazo de la Turca me sostenía. La bajada fue de bromas de biyuta, de disimulo. ¿Y si su brazo al rodearme, si su hombro muleta bajo mi sobaco le servía también de apoyo, si éramos los dos, pienso ahora, a la luz raída de los acontecimientos, entre el humo y la bruma del amanecer, a cada peldaño que quedaba atrás, las piernas de papel, dos sostenidos?
En el subsuelo, un bosque de columnas de hormigón y escaleras angostas metálicas, nos separamos. Yo fui a parar a una puerta que decía Personal. En otras se leía Cocina, Contaduría, Vigilancia, por ahí iba a perderse entre otros Rega, pararse ante una pared de pantallas barajando un cigarro cada cuarenta minutos, un termo de café, diálogos a los que el poco énfasis, lo reconocible, despojaban de cualquier efecto obsceno.
De una a otra de esas pantallas debió haber pasado mi imagen llovida, al principio de pie en una sala, amaestrando un pucho para que se me quedara sobre el bigote o entre el labio inferior y la pera, frotándome la barba de dos días con el filtro, susurro de insectos, de golpe se abre la puerta, guardo el cigarro y entro de frente, adusto, se ven los hombros azules de la camisa del empleado, tránsito de papeles, la sombra de mi cabeza mancha la fórmica del escritorio, la birome fino muñón hacia cámara, él se inclina, su espalda transpirada más azul, un círculo incandescente en su cabeza quema la imagen cuando nos despedimos sin darnos ninguna mano, aquel pucho de vuelta entre mis dedos húmedos, ya pasillo, mujer, no me mira, se aleja taconeando como si nuestros fuegos fuesen incompatibles, en el monitor de la derecha se desmorona una pila de cajas, apunto con el cigarrillo al tipo corpulento de delantal gris que las junta, entro en su cuadro, cuando finalmente me ve dice no, sonríe, más adelante se va a llamar Figueroa y dirá que hace diez años que no fuma, más, o yo mismo con delantal gris emergiendo del cuartito de los útiles de limpieza, abrazado a un escobillón, barro algunos monitores, en otros me prohibieron expresamente la entrada, a la salida, Rega, que esperaba encogido en el coche, frotándose las manos, se apuró a asomarse por la ventanilla: ¿tenés fuego? La risa le descosía el cuerpo. Se tanteaba los bolsillos, hacía que buscaba en el piso, en la luneta. Así hasta que llegó la Turca. Entró tiritando ¿Tenés fuego? La Turca revolvió el bolso en el que nunca encontraba lo que quería, dijo qué te reís, tomatelás, che, no doy más.
Rega contó todo lo que yo había hecho. Que había perdido veinte minutos en el baño, que me habían visto desfilar frente al espejo con los brazos extendidos, abiertos, cruzados, en jarra, rozar el cielo raso con la punta de los dedos, hacer las muecas más ridículas. Los otros preguntaron si yo estaba bien del bocho y de dónde me había sacado. Dijo que no fuera perejil. ¿Y a vos qué te pasa? Largá, dijo la Turca, abrazando su bolso, el mentón contra el pecho, vos sabés lo que me pasa. Tironearon un rato, como dos mendigos de la misma moneda, hasta que la autopista los calló. La ciudad de noche era un fusilamiento.

"Nuevas Cenizas" 2° Parte

La vida hueca, relatos de estopa dándole cuerpo al tiempo, olor a detergente y nuestra imagen impregnada sobre la puerta metálica de los hornos en la cocina de la Biblioteca, pared que más que reflejar nos desdibuja abombados, como un espejismo, esquivando las manijas de madera. Formamos una figura familiar, folclórica, cruz de cuatro cabezas, corral en el que roncan las cartas o un mate muerto de sueño.
Qué va a ser trabajo esto, dice Figueroa, que sufre la falta de acción como una ofensa. Se para sobre dos piernas que parecen paréntesis y encara la pantalla. Así la toca con la frente dejando un beso de vapor en el vidrio vuelve a sentarse, gasta las palmas de las manos contra las rodilleras del pantalón gris. Viene de pulir todo lo metálico, barrer varias veces el piso, menos de lo que él quisiera. Yo también tengo que ocuparme con algo.
Si sonara el aviso Valerio iría a plantarse frente a la pantalla a tiempo para ver la aparición, letra a letra, de la orden, mientras nosotros nos alineamos un par de metros atrás esperando su voz innecesariamente imperativa, que en vez de envolvernos se eleva sin dominio. Figueroa saldría como el rayo repitiéndose sobre una pierna y otra, el Francés, su falsa indiferencia, mi imagen abollada en las puertas esperaría que le digan dónde llevar el pedido, sin demora.
Qué más quieren, dice Valerio. Pero Figueroa lo que no aguanta es orejear su disolución y yo mismo, por momentos, creo merecer otra cosa. Aunque no seamos más que cuatro maneras de contar.







Solos en el cuartito de limpieza, repasando los baños brillantes, protegidos por el barullo de la aspiradora, Figueroa se confiaba. En su imaginación o recuerdo pasaba siempre la misma película: la frontera. El silbido de un viento feroz que todavía le parecía oír y moldeaba a su gusto, igualándolos, piedras y hombres. La soledad. La fuerza. Los trabajos. El hombre concentrado convertido en otro elemento más de la naturaleza capaz de arrasar con los árboles y desviar los arroyos, de aplanar los montes y decidir la dirección de los rayos del sol. Nada peor, más ridículo que el presente.
Lo del Francés era una larga agonía, inventar ínfimas, sutiles variantes de sabores que no sabíamos festejar, como si todavía piloteara la cocina de un trasatlántico. Sus relatos, traicionados por el idioma y la dentadura postizos, incómodos, incapaces de transmitir la mordacidad de sus réplicas a choferes y valets, mozos de cuerda, almirantes, la gracia que habían disfrutado personajes notables que ninguno de nosotros conocía. Era el único que había viajado. Cuando explotaba esa veta no sólo lo oíamos atentamente, hasta el más miserable creía poder transplantarse, volar. De los bolsillos del Francés salieron, entre otras cosas, una moneda de oro puro que rodó entre nuestras manos iluminándonos las caras, cada uno la sopesó en el aire, olió la proximidad del cofre rastreado desde hacía tantos años repleto de piezas idénticas con la imagen de tres cumbres y en ellas una llama, una torre, un gallo, y en cuyo borde se leía República del Equador, Quito. O un birrete blanco, rústico, que nos probamos frente a la puerta de la cámara frigorífica aguantando el aire, las manos en la cintura, más la foto en la que el Francés, con ese mismo birrete, ya amarillento, una túnica hasta el piso, fondo de árabes, flanqueaba un dromedario, el pelo del animal sucio como si viniera de alzarse del barro y no de una tibia almohada de arena, toda la carga de la descripción del dromedario puesta en la aparente fragilidad de sus patas al flexionarse. En ocasiones, sus historias se hamacaban hasta caer tumbadas por el calor contra los adoquines.
No solamente muerto el tiempo. Alguna ausencia mordía la raíz de cada historia. El que es pobre, decía Figueroa, cuenta de cuando se llenó el buche, el rico, de cuando le faltó. Así justificaba, las pocas veces que vimos su voz aguda girar en la rueda, la abundancia de datos referidos al sacrificio de animales, la faena, la fiesta de hastiarse y acumular a la que daban pie el cambio de estación o un casamiento.
Para Valerio todas las oportunidades eran buenas para hablar bien de sí mismo. ¿O no? decía, inclinando la cabeza, pedido afectuoso de aceptación según el Diccionario de los Gestos, los hombros encogidos, una mano que de repente podía estrujarnos el brazo, ¿o no?, la otra apoyada sobre su pecho, sinceridad, imposición de un límite para el cuestionamiento de una convicción íntima, un guiño de ojo con el que fotografiaba nuestra cara de otarios. Era el jefe, no tenía nada más que decir.
Yo nunca conté que una mañana la luz, la calma que aparentaba flotar entre el polvillo en la pieza de Dolores, más allá de la puerta entornada, alrededor de la criatura dormida, un halo, un préstamo de azúcar, me habían incitado a entrar en silencio, a no quebrarlo arrastrando una de las tantas sillas junto a la suya hasta que el Diccionario de los Gestos, a punto de perder las tapas, cayera de fauces sobre su pulóver y ella girase su cara hacia la mía, mientras dos dedos pinzaban un mechón húmedo en las puntas detrás de la oreja. Qué importa de qué color eran el pelo, los ojos. Parece que yo siempre me estaba pasando las manos por la cara, alrededor de la boca, como si no me animase a expresar pensamientos, y por las sienes y la frente como quien peina: preocupaciones. Dije que de dónde lo había sacado. De verlo, dijo. No, dije, el Diccionario. El chico parecía de una propaganda de colchones. Se lo había traído el hombre, eso y una pila de revistas de la que recortaba recetas, páginas con moldes de costura, consejos que nunca practicaba y cada tanto iba a repasar con nostalgia, como un álbum de fotos de familia. Pero el Diccionario se le había pegado a los dedos cortos, teatrales, inconvenientes para incautos, era una compañía, una persona con quien charlar de los otros. No nos tuteábamos pero sin decir la palabra usted. Ella era de sostener la mirada incluso al servirse uno de mis cigarros, incluso al encenderlo. Fumaba medio sin darse cuenta. El imán de la cuna nos hizo girar las cabezas, sonreír. Hablaba de su padre. Lo más cerca que estuvimos fue la yema de mis dedos a la pelusa electrizada de su antebrazo, la impresión, viéndolo dormir a través de los barrotes de madera, de que así como ella aseguraba que su padre aún vivía en la cara del chico, en la ñata y los ojos rasgados que funcionaban como una válvula para la desconfianza o el asombro, íbamos juntando gestos ajenos como souvenirs. No, por favor. Sus antebrazos en cruz sobre el pecho, los puños cerrados, un brillo en el borde de los párpados que no llegó a derramarse.
No. Mi estilo era el silencio, boca cerrada, asentir, una sonrisa floja y el labio inferior brillante. A lo sumo, por compromiso, iba a ensartar mentiras, amasaría una pasta en la que el pasado se hiciera irreconocible y a distraerme con mi voz, verla trepar, grave, tropezando, sobre escombros de consonantes, hacerse ancha en la boca de embudo de la vocal, venir música.
El que tocaba la viola era Rega. Nunca lo llegué a ver pero a veces en el aire del pasillo vibraban, lejanos, unos acordes, y más tarde, sí, la funda a rombos matelasé en un rincón de la pieza, la Turca con las manos unidas sobre el pecho diciendo no sabés lo lindo que toca, los párpados bajos, de repente ruborizada, de qué se ríen, tarúpidos, lo único que faltaba que se metieran con su música, esos parches de paz cada tanto. Ella cebaría los mates o dándole unas puntadas a un dobladillo, de costura más no me pidas, y él sin zapatos sobre la cama, la espalda contra la pared, usurpaba tres posiciones: cabeza caída sobre el pecho de madera de la viola, casi besando las cuerdas, cabeza levantada, mentón en alto y en este caso voz clara, o labios estirados hacia adelante en dirección de la compañera, ojitos de cuis, copla pícara.
Milongas, más que nada, cadenas de eslabones monótonos arrastradas desde la penitenciaría, de donde, también, ese estado medio de momia del tiempo, piedra, como si viola además significase necesariamente rejas. Y estrofas pornográficas adaptadas a melodías conocidas o enhebrar en voz baja, distraídamente, una puteada atrás de otra.
Rejas que tenemos todos, decía Rega. Reja la madre, el padre, la mujer, los hijos rejas. Eso lo había aprendido meditando en las horas huecas de la cárcel. Daba un trago, hundía los dedos en el pelo sobre la frente y me miraba desde atrás de las rejas tatuadas para siempre en su cara. Ojo, decía, que yo soy un agradecido a la cárcel. No, pará la mano, ojo. Yo aprendí los límites, adentro. Primero había aprendido que existen, después a distinguirlos. Desde lo más insignificante, los miedos desde pibe que ni sabés por qué, la picardía, los vicios, hasta el cariño, las virtudes propias, la lealtad y todo lo que aprendiste a respetar. No hay errores. Rega pensaba que lo que llamamos error es la manifestación de un límite. De eso solamente te avivás adentro, decía, después que te diste cuatrocientas veces el mate contra la pared. Cuando andás en la calle y te creés que sos libre estás sonado. No sos nada, sos boleta. Después te cierran la jaula y empezás a ver que las rejas alrededor las tuviste siempre.
Cuando dinamitaron el edificio de la penitenciaría, Rega, como tantos curiosos, siguió el operativo desde la autopista, algo del polvo de la explosión se le pegó a la cara sudada. Eso mató a más de uno, ese día se terminó la libertad. Si no hay adentro no hay afuera, decía, es todo lo mismo.
Él a la cárcel la llevaba adentro, todas sus historias salían de ahí. La Turca se las pedía entusiasmada, como si no las conociera de memoria, por ahí para que no hablase de mujeres, y a cada cuento de Rega le correspondía otro suyo, siempre los mismos, cada historia la mitad de una medalla de amor que volvían a unir en mi presencia. Yo oficiaba callado sobre la cama, inmóvil en el espacio neutro y también estático de mi pieza, casi sin gravedad, como en una de esas cápsulas espaciales ancladas en el aire, ajenas a los astros que giran a su alrededor y sin comunicación con cualquier base de lanzamiento olvidada y desde el fondo de la caverna de una mano iluminada por la chispa de un encendedor llegaba la voz de Rega: al epiléptico hay que ponerle un pañuelo entre los dientes para que no se trague la lengua. Tenía uno en su calabozo. Era joven, lindo y suave pero en el fondo de sus ojos amenazaba siempre la espuma del mal. Algunos lo buscaban, los ataques eran espectaculares. El otro, el dorima, tenía la piel de la cara comida por una quemadura que le habían hecho con aceite, desde el bigote hasta el cuello. Cirujano le habían puesto los guachos, por el barbijo. El Cirujano no dormía. La noche la pasaba al lado del catre del lindo, prendiendo a cada rato el encendedor para verle de nuevo la cara lisa y frágil. Así todas las noches, toda la noche, Rega podía escuchar el chistido del encendedor y confundirlo en el sueño con los insectos del campo, su ritmo constante hasta el amanecer.
La Turca hacía encajar al Cirujano con Benavidez, del que nunca se acordaba el nombre. Un tipo de una pieza vecina, en la pensión de la Marga, lo mismo che, toda la noche dale que te dale, cri cri, con el encendedor, a ver si estaba el paquete abajo de la cama, y adónde se iba a ir, terminó prendiendo el colchón el pelotudo. Se acordaba bien, llegaban del laburo, serían las siete, en esa época Rega la esperaba en el bar de la estación y volvían, pesadas las piernas, contentos de volver a estar juntos, cebaban los últimos mates con una gota de ginebra entre desvestirse y cambiar pocas palabras sin importancia, y de lejos vieron la columna de humo que subía ensuciando el amanecer, la gente frenética dormida sacaba cosas a la vereda, todo negro, roto, agujereado, hecho una pasta con el agua y la ceniza y el humo que parecía sólido. La Turca había entrado a la pieza con desesperación de madre y ahí estaban, arriba de las cenizas del colchón, sus tres muñecas de porcelana, negras pero enteritas en la mitad del desastre. Primero un alivio inmenso porque creyó que se habían salvado. Pensó que iba a ser cuestión de limpiarlas pero en cuanto las quiso agarrar se le habían deshecho entre las manos. Nunca lo iba a perdonar al estúpido ése. Benavidez, decía entonces Rega, que lo había conocido en el norte. Abajo de la cama guardaba la guita del asalto a una clínica. Tipo con chispa, decía Rega, se hizo humo, cagó fuego. La Turca juraba que si pudiera tener todavía una de esas muñecas sería feliz. No sabía por qué pero las había llorado más que a un muerto. Se sentaba en el cantero de la plaza, abajo del gomero que la protegía de la lluvia y miraba a los tipos con cara de tristeza hasta ahuyentarlos, y mientras se frotaba las manos frías o se masajeaba los pies le caían las lágrimas.
Cúper también violaba el silencio con sus historias, pero la tarde que supo que lo habían encontrado trataba de hacerme hablar a mí. Se quedaba callado él y mirándome fijo, mientras inclinaba la cabeza alternativamente hacia un hombro o el otro, asentía. Ese silencio, mi silencio no llegaba a perforarlo, y nos quedábamos los dos a la espera, atentos a los ruidos del pasillo y a la luz gris oscura que anunciaba temporal, la sentíamos entrar por el nylon roto de la ventana, empardar todo, posarse, espesa, sobre nuestros hombros, aplastándonos de inquietud.
Oscuro Cúper, pitaba, avivaba la brasa y la brasa lo delató en un rincón. Entró un paso en la pieza una hija de la Doña, boca sin dientes, ojos blancos saltones que destacaban de la sombra. A Cúper le alcanzó un papel. Nos señaló a cada uno con el índice y levantó la vista al techo.
Cúper salió corriendo atrás suyo, oí sus pasos en la escalera y volviendo sobre tambores que sólo él podía escuchar, la vista baja, esquiva, las palabras a medias, un temblor entre fiebre y místico le confería el aire de un loco, hablaba de cortar los puentes a través de los que alguien pudiera acercarse, de amurar las puertas. Lo más impuro, decía, deshonesto. Cosas como el color de la infamia. El mechón se le descolgaba sobre la cara a cada rato, lo acomodaba, chasqueaba la lengua contra el paladar o golpeaba la palma de una mano con el puño de la otra, no era una risa ese ruido, más que de la garganta las palabras parecían salirle del pecho con la condición de que uno no entendiese, de una punta a la otra del pasillo, asomando sistemáticamente al hueco de la escalera. Qué le pasaba. Dijo que no era cosa de hacer siempre el mal, sino de además no haber hecho nunca el bien. Yo, siempre flotante, indeciso, qué rol juego. Un otario a los ojos de estos imbéciles, brazo derecho apuntando hacia abajo, criminal para mi mujer, ex mujer, brazo izquierdo extendido a la altura del hombro. Volvió a asomarse, encogido, a la escalera. Puede llegar en cualquier momento.
A la rastra lo entré en mi pieza. Quise manotear el papel. La misma mierda que los demás, gritó. Un puto, yo un puto. El envión nos hizo caer sobre la cama. Forcejeamos, la misma mierda, se oyó el crujido de una tabla que se empezaba a partir en alguna parte y la rajadura corriendo como chispa a través de una veta de pólvora, la caída, declenque seco final.
Pesqué el atado del suelo. Él daba trompadas furiosas contra el colchón. Prendí uno y le enderecé otro. Yo en la silla, él en el borde bajo de la cama, cabeza gacha, el encastre de las manos detrás de la nuca. Silbidos desde el fondo de los fueyes, dardos, su mujer había dado en el blanco. Volvé y vamonós, pedía.
Y ahora qué voy a hacer, preguntaba Cúper.
Te amenaza con su desamparo, es el colmo.
Me reí. Ahora necesitaba decirle puto yo a él, demostrarle que sus historias eran absurdas, sacármelo de encima. No me digas que vas a reconstruir una familia, dije.
Cúper se paró y sin mirarme, con parsimonia, fue a la pared que nos separaba de la pieza de Dolores. En una junta de los ladrillos bailaba un largo clavo oxidado. Sacándolo, se alcanzaba a ver un ángulo de su escena, el paso de partes de cuerpos, la esquina de la cómoda donde ella se miraba al espejo. Si había soñado cogerla contra esa pared, sus uñas rascando el revoque y el polvo que le blanqueaba una mejilla mientras vigilaba a su hijo o la desesperación del hombre en tren de hacerse la cena solo, preguntándole al aire dónde mierda estaba Dolores.
Arrimó la mejilla a la pared, su ojo a ese ojo mínimo. Cenan a esta hora, dijo, por la criatura. Si puede llamarse cena a eso; reconozco que lucha contra el ensueño que no la deja dejar de hacer cagadas, la falta misma de comida, el odio que debe sentir contra ellos dos, contra su propio apego. Así y todo, él tiene con que acompañar ese vinagre que a medida que se acaba lo encorva sobre el plato. Ahora aprovecha para acostar a la criatura. Tan preocupada que el chico duerma, como si eso le ahorrara haber nacido acá. No creo que él sea el padre. Hay noches que ese veneno lo hace pasarse de rosca, pierde el límite, se emperra, ella ahoga sus gritos con tal que no se despierte el monstruo que incuba al lado. Así, a ojo, no me parece hecha para la pasión, vos sabrás. Todo tan poco original, tan previsible. Cuando lo amamanta, la cabeza caída, dejando que la luz que entra desde la ventana le acaricie el cuello, no sé si viste el repliegue del labio inferior, las uñas que se hunden en el muslo, indecisa. Cuando se lava el pelo, con el tacho de agua entre las piernas, ese deshabillé que al final abre para perseguir con una punta de toalla los hilos de agua espumosa que le chorrearon. Ni verla barrer, vestirse y desvestirse, cambiar la ubicación de los adornos, de las cucharas que cuelgan sobre la pileta, qué querés que te diga. ¿Sabe que la mirás?
No dije no sé, ni que por las dudas solía pasearme desnudo de este lado del espejismo, que me acostaba en la cama y tapándome los ojos con el antebrazo me acariciaba los pelos del pecho.
Vino hacia mí. Me paré. El polvo gris del cemento le cubría media cara, las palmas de las manos que ahora me apretaban los hombros. Buscábamos palabras para disculpar al otro, balbuzas, peces voladores que no se decidían a morder el anzuelo. Era la rutina de dos payasos que de repente se ponen a caminar por el escenario repeliéndose como imanes, cuando uno se manda al rincón el otro se muerde las uñas, uno medio mira por la ventana, el otro tamborilea sobre el respaldo de la única silla, el otro apoya la espalda en la pared, el otro un pie de guitarrero sobre el canto del inodoro, no tan cómicos como para que el pie resbale, caiga, ni mucho menos que se atore y no lo puedan sacar. Cuando finalmente se enfrentan, el más petiso, el casi calvo, clava en el otro sus ojos de fuego, agita un atado de cigarros, un filtro baila en la boca del atado, ¿fuego?.
Volvimos cada uno a su puesto. El humo dio un respiro, fue a la ventana y volvió con noticias de truenos, estremeció la puerta, ninguna tiene picaporte, apenas un adoquín que la traba. Cuando las nubes se descompusieron se las oyó rebotar atontadas contra los marcos y el viento pasó a través de las piezas y por los pasillos del edificio como entre los huesos de un esqueleto levantando polvo, ropa colgada, gritos, botellas rodantes en la escalera.
Cúper pisó el último pucho, se levantó para irse y se enganchó el saco en la silla que cayó con la lentitud, el peso de un rey derrotado.
Dolores preparaba la cena. Pronto iba a llegar el hombre. Hasta que lo oí entrar empapado estuve mirando la noche extenderse desde la ventana. El nylon se había dejado tajear, flameaba loco contra el aire, siempre hace frío, pero al frío de esa nueva noche otra que ideas, migajas, la impresión de que una fuerza crispante, ciega, imposible de dominar ni entender se había apoderado de Cúper y de mí extenuándonos.
El chico de Dolores se largó a llorar, ahora succiona frenéticamente traga.







Noche, volvíamos, estiré el brazo a través de la separación de los hombros de Rega y la Turca y el sobre chasqueó contra el símil leopardo del tablero. Dos golpes efectivos, secos. La Turca sacudió sus bucles remotamente spray, vi su perfil luminoso según unos faroles que venían de frente, agudo en la nariz, el mentón, en el vértice del labio de arriba que se encimaba, y volviendo a fundirse con la sombra una vez que el auto pasó, qué decís.
Rega dijo hay que festejarlo. Los frenos, el chillido de la Turca, el arlequín de pañolenci que colgaba del espejito no dejó de bambolearse mientras ella prendía un faso sin ofrecer, mal pulso, pitadas ligeras, reproches del tiempo que hacía que no se la llevaba a ninguna parte, y esas pilchas, usaba unos tacos largos finos que si no dejaba de patear el plafón de chapa ya medio podrida dijo Rega que se lo iba a destruir, se callara, a quién le hablaba así, a él, repodridos se tenían, humo los ojos, él a ella que aplastó su pucho de rouge con la punta desafiante del pie y dijo lo de Arnaldo. De una mordida negra en el asfalto retomamos, entre puteadas, rezongos y palmadas de euforia en el tablero.
Pronto la ciudad empezó a desdibujarse. Autos sin luces, edificios en ruinas, quemas, la sombra estremecida de un caballo, la Turca marcó el baldío en el que años atrás se habían descubierto unos bebés abandonados, aquella foto en la que aparecían, ya degradándose, unos sobre otros, como crías del perro que los encontró. Revivimos casos siniestros. Rega contó del Castor Serna, de cómo lo había conocido bajo las chapas del penal. Un físico insignificante, decía Rega, la mirada fija en el camino, pura cabeza, puros dientes, más que nada. Muy cambiado. La religión, decía, es joda. Y medio kilómetro más adelante: parecía temible nomás cuando se limaba las uñas, abstraído del universo. O por la frialdad con que les contaba el padecimiento de sus víctimas, cómo mordía, arrancaba, digería sus mejillas, loco especialmente por las mejillas el Castor, los cobanis se cansaron de sus sermones acerca de la limpieza y la resurrección de la carne, dichos a los gritos desde su agujero, en plena noche, de atarlo y desatarlo, al final figuró suicidio.
Lo de Arnaldo había sido aquel lugar donde se juntaban los del ambiente antes de un viaje o después de una condena, un paraíso en el que pasaban por otro grupo de oficinistas, lejos de los tugurios habituales, los boliches donde se los citaba con un cabeceo, los malos hoteles. Había, entre las mesas, una tarima donde subía Arnaldo para amenizar las veladas: el público anticipaba el remate de viejos chistes, jugaba a hostigarlo, él: no tiren cosas que manchen, che.
Estacionamos junto a unos álamos. El río sería eso que no se veía. Todas las luces del restorán estaban encendidas, el enigma de los vidrios empaña: tengo que hablar con vos, susurró la Turca, portazo, sobresalto, chit, Rega acababa de cerrar y se acercaba, entramos.
En una mesa larga y gritona festejaba una familia. Arnaldo, atrás de una pila de ceniceros, a sus espaldas un cartel soy el jefe y hago lo que se me canta, el dibujo de una guitarra de cinco cuerdas, otro hoy no se fía, la frente caída sobre los brazos sobre la antigua registradora negra. El maitre y uno de los mozos lo levantaron, se dejó abrazar, la imagen de la Turca se asomó voluntariosa a sus pupilas sin que pareciera ver ni acordarse, rebotó en su boca abierta muda, lo repusieron en su silla de mimbre, le palmearon los hombros, Don Arnaldo siempre al pie del cañón, dijo el maitre guiñando demasiado un ojo. El mozo indiferente castigaba el borde de una mesa con su tic de repasador.
Sobreimpresas a la mirada de Arnaldo, las de los mozos, dóciles, la de Rega, deformada por el vientre de la copa y después en blanco bajaría para aprobar, la gelatinosa fija del lechón, el hocico hundido en adobo.
La Turca y Rega de a poco fueron reencontrándose, coincidían en el brindis, en la misma rodaja de papa, en un recuerdo que al otro se le trababa en la lengua lenta y rápida, sus miradas de repente en tregua, dejándolos comer, darse la mano a través del orden frágil de las fuentes que se amontonaban, sus restos, copas, más botellas, el pasado sobrevolaba la mesa como un ángel cosquilloso y ciego. La Turca esperaba que yo encontrase otro amigo como Rega, Rega una mujer como la Turca, todo lo que tenemos, decía, es de ella, no, ella, de los dos, gracias a ella, si no fuera por vos, brindis, mozos, otra, el maitre festejar, ni el volumen de la música ni ninguna exclamación hicieron que Arnaldo despegase la cara del chal de sus brazos, más brindis, risas francas o irónicas, tos, oler la rosa envuelta en celofán, no sentirse solo, gestos amplios, la lengua roja del vino denunció la inclinación de la mesa hacia Rega. Los lienzos, saltó Rega a resortes. Alegría, alegría, ma qué alegría, los lienzos. La Turca se lo llevó seguidos del cortejo del personal que le alcanzaba talco, toallitas, un aerosol.
Solo, después de haber pedido otro champagne, la mirada de una sobrina de la vieja de la otra mesa que la acompañaba llevándola por la cintura al baño cruzándose con la mía. En segundo plano, la mirada del marido.
El primer grito se disimuló con el corcho, hasta pudo haber parecido, si alguien lo oyó, de festejo. Se dieron vuelta, alguno estiró hacia mí su copa sonriente. Los vi cortar ese ademán en el aire, abrir grandes los ojos, las bocas y los brazos como si un veneno les hubiera empezado a hacer efecto. Se precipitaron hacia la puerta que llevaba a los baños. Hubo más gritos, un nudo en esa entrada demasiado angosta para tanta gente de la que salió al fin la vieja sostenida por los pies y los hombros. Improvisamos una cama con sillas, no se le encontraba el pulso. Algunos chicos lloraban, una de las madres empezó a putear. Por los gritos, esos hijos de puta éramos nosotros. Rega apareció enredado en los pantalones hasta las rodillas. La Turca y la sobrina de la vieja en el piso, agarradas de los pelos como si quisieran decapitarse de un tirón.
A Rega se le fueron al humo. Uno lo acogotaba, otro lo pateaba, otro le daba piñas en la espalda. Qué le hiciste, gritaban. Así llegó a la salida, a la estatua de Arnaldo en mimbre. Lo salvaron los mozos. La Turca ya no era la que se había llevado las manos a la garganta viendo venir la copa de su postre con una estrellita encendida adentro, los ojos húmedos por la emoción. Ahora recorría el comedor buscando con quién pelear o el taco perdido, todo el cuerpo en desnivel, escupiendo unas puteadas de jorobado a izquierda y derecha y gritando sueltenló, no me toquen. La otra lloraba contra una silla.
Volvimos tratando de retener imágenes de lo que había ocurrido, buscarles un orden. Pero secuencias de ese viaje, a la vez, iban cayendo a nuestras espaldas, se escapaban por las rendijas del auto y al tocar el asfalto del camino, a esa hora desierto, oscuro, este las chupaba para siempre.
Apareció la botella casi entera de champagne, un trago demasiado largo que me estalló en la nariz. En otro momento me dejaron solo en la banquina. Estaba la dentadura de la vieja, que Rega había descubierto en su bolsillo, y mordí el pico de la botella con esos dientes, quise hacerme una paja blanda, insensible, cada semicírculo de dentadura en una mano, rosa y amarillo, dormiría cuando volvieron al coche, o antes me habían contado a los gritos lo del baño del restorán, Rega los pantalones por el piso y la Turca, que podía metérsela toda entera en la boca, de rodillas, y la vieja que entra sin golpear, no distingue, recién cuando la Turca, ya pasaron varios segundos, Rega ya estiró su mano hacia el cuello, los hombros de la vieja, le dice abuela, la acaricia, recién cuando la Turca se separa, no se sabe si es la verga dura ojeándola de Rega o la mirada de la Turca pero le da el soponcio, la sobrina entra y la ve aferrada a la mano de Rega, después termina de caer.
O no dormí, veníamos cada uno hablando solo con los otros. Rega que planeaba irse al carajo, vender todo, cazar el coche, la caña, la colección de cuchillos y no volver a la ciudad en su puta vida. Todo qué. Ah, y la guitarra. La Turca empezó a ponerse triste por el taco y después tuvo como una intuición. Lo de esa noche había sido tan lindo, como una despedida, una imagen: yo me alejaba, a bordo de un bote, de ellos, que después de haberme empujado, mientras saludaban, se iban hundiendo en la arena de esa playa. A mí me vino a la cabeza una frase: lo único que es para toda la vida es la muerte. La muerte es para toda la vida, repetía. Rega los años que esperaba eso. Yo la muerte es para toda la vida. La Turca rota en llanto, inconsolable. Casi un coro.







¿Soné con Dolores, que le compraba un anillo de plata con una piedra o primero una noche uno de los nietos de la Doña dijo che señor, querés comprar, y puso sobre la silla un reloj pulsera de agujas, un juego de llaves, rouge, ese anillo?
Todo en el sueño se arremolinaba como vetas verdes de la piedra sin pulir, opaca. El parque a merced del viento. Unas pelotas de ramas secas que corrían al ras de la tierra sin pasto. Nadie alrededor de los cactus, ni bajo el esqueleto de la pérgola o los robles pelados, ni en los senderos de guijarros rojos donde mis pasos sonaban a maraca, a alarma que en un punto distante activó la salida de una persona a mi encuentro.
Las nubes colaban un calor bajo, viscoso, ocre como un moretón maduro. No es que estuviera lindo, pero algo del lago vacío, su piso de grietas, invitaba a caminar hasta la isla, falso oasis, eje de una ruleta alrededor de la que el viento hacía girar sus juguetes. De árbol en árbol guirnaldas de ligustros. De atrás de un tronco salió Rosi, riendosé, y se me acercó con un baile entre bufón y linyera.
La historia de su amor era incomprensible, o su voz de flor agreste, leporina, la cantaba así. El anillo venía a demostrar todo. Lo puso adelante de mi cara y se alinearon mi ojo, el del anillo y el suyo, guiñado, detrás. A cuánto me lo dejaba. Lo que tengas. Todo lo que tengo es lo que no tengo, decía yo. Al dármelo se me caía al matorral de latas, ratas, ropa dura.
Entonces Rosi apenas más alta que los yuyos empezaba a sacar anillos de la tierra. Sacaba los de la Turca, de colores, yo decía no y ella los tiraba para arriba uno por uno. No. Primero una y después la segunda alianza de oro comprada por el padre de Mirna. No. Argollas. No. Fondos de latas, latas sin fondo. No. Al final cerraba las manos alrededor de su cuello y trataba de ahorcarla, pero se escabullía por unos nidos de nutria al pie de los árboles.
O podría haberme despertado diciendo anillos, ido a rebuscar abajo de la cama y ver que el que me habían vendido seguía ahí, esperando. O antes había sido el anillo y mucho más tarde saber a quién se lo compraba, para qué. Me animé a dárselo una tarde que entró pidiendo fuego, fugaz, el chico podía despertarse de un momento a otro. Yo temblé mis manos alrededor de la suya, me disculpé, ella se acercó a la ventana, alzó la mano, me sonrió. Le pareció que la criatura lloraba. Volvió a mirar su anillo, el brazo estirado, los dientes blancos dejando su impresión sobre el labio rojo. Después dijo tengo que irme y se lo sacó. Tiene razón, dije. Dijo no y me tocó la mejilla. Pero que la entendiera.
No sé si ella sabía lo del clavo o si lo descubrió mientras apretaba el anillo contra su pecho y giraba la cabeza abarcando dos veces la cama atravesada, la pileta, el inodoro, el bulto de la ropa, y de casualidad fue a embocarle con la vista al clavo. Al darse vuelta su sonrisa seguía brillando. Queda entre nosotros, dijo, antes de irse. Quedó el anillo acusándome desde su dedo de óxido.
Sólo más tarde sería la silla, en la que quisimos que ella encima mío, abrazándome y al respaldo, la silla del color de su piel. O Dolores sentada desnuda justo en el borde, las manos en la cintura o alrededor de las patas de atrás, sólo la punta de los dedos de los pies en el piso, el tendón tenso, yo entre parado y de rodillas, causándole moretones en un hombro al apoyarme. Morder una oreja, hamacarnos entre chirridos sin llegar a romperla, sin sudar ni confianza aún como para que se arrodille en el asiento, el mentón sobre sus manos sobre el borde del respaldo contra el que sus tetas, la piedra del anillo metida en su boca y yo desde atrás, cerrando el círculo dilatado del tiempo, la deuda pendiente desde que entró con la silla, su perfume en mi pieza, al principio es siempre así.







La casa es chica pero el corazón es grande, roto y recién vuelto a pegar en letras azules, sombra naranja, sobre el fondo blanco de la loza, sobre el mantel de plástico opaco, a la izquierda un lápiz sin mina ahogado en un charco de pegamento y la huella del trapo de rejilla impresa en zig zag y hasta por compromiso, pero no, mucho antes de que pasara el dedo por la rebaba de pegamento transparente todavía fresco de las juntas, tentado de arrancar de golpe el lápiz y especulando si rompería o no el mantel, si se desgarraría de flor a flor atravesado por una de sus propias espinas, no, antes de que entrara Rega haciendo las señas del tres y el ancho de espadas, especialmente parco, apenas qué querés y hundir las manos de adelante en los bolsillos de atrás, antes, desde que Dolores apareció en la neblina oscura de esa misma mañana, dos cuadras más allá del edificio, la oí venir, sus tacos, chistidos, ¿desde cuándo?, a partir del sobresalto o incluso susto mutuo que no se apaciguaba guareciéndonos de que nos vieran o el viento en un portal, usaba unos zapatos que le había agarrado el agua y un sobretodo gris de guerra ceñido a la cintura, ¿la vio a la Turca?, dijo, ¿últimamente?, un par de días, por qué, algo le pasa, para mi eso se reducía a haber saltado al asiento delantero del coche de Rega y un viaje ácido, los dos a la defensiva, sin hablar del asunto ni de ningún otro, y ahora, por fin, desde el estacionamiento junto al río, claro: tengo que hablar con vos.
Me convida, dijo, una pitada que fueron dos, rápidas, de amateur, entrecerrando los ojos, como para entonarse y confiarme, mientras yo mordía el filtro ahora aromático, ahora algo húmedo y del todo otro filtro a través del cual me llegaba su voz, que había subido a lo de la Turca y la había encontrado retorciéndose en la orilla seca del colchón, que los labios se le iban para adentro de la boca, los ojos saltones sin verla ni cuando descorrió el pelo que le cruzaba a ramalazos la piel pálida helada de la cara, las cobijas, acá hubo un espacio en blanco destinado a todo lo que no iba a hacer falta que dijéramos, sólo el sonido de la saña del viento, mis manos subiéndole el cuello del abrigo con pulso de estrangulador, bajo las cobijas la Turca sujeta a la cama por unas abrazaderas, cintos, los ojos ciegos bien abiertos, la sábana empapada, algo horrible le pasa a esa mujer, haga algo.
Sollozos, Dolores desenrollándose escaleras abajo y el hombre que junta sillas aconsejándole que no se meta, como si fuesen dos Dolores distintas la que a la mañana siguiente volvió a subir para encontrar la pieza de la Turca ya vacía y trozos del cuadrito de loza en el piso, y la que de últimas dijo es tarde y me escabulló no sólo la mirada sino el cuerpo pasando con agilidad por debajo del arco de mi brazo rígido contra la pared y se alejó resonando los zapatos de cuero con su aureola gris, un poco deformes, hasta mucho después de habérsela comido la ochava sobre la alfombra flexible metálica que extendía mi imaginación, cada paso una abolladura en la que se espejaba menos real, ondulaciones del cuerpo mate, un par de gotas de púrpura en pezones y labios, negro en la cabellera, las pupilas, entre la comba de las nalgas.
Remonté a mi turno los veintidós escalones hacia lo de la Turca esquivando cáscaras, mocosos y matronas que los correteaban tratando de tirarles del pelo, piedras perdidas, lo de Rega, dije, un dedo gordo abordó la puerta verde musgo sin picaporte, nadie, campanas un poco acuáticas, tics de bazar oriental inyectados en un cuerpo hecho de te mato, atáte querés, miralo a éste.
Ristras de campanitas de cerámica pintadas a mano y ajos en la cara interior de la puerta. Estampa, espiga, crucifijo, almanaque. La pieza un cubo limpio, luminoso a puntillas, lleno de adornos que no alcanzaban a filtrar el sopapo, andá de una vez te digo, ni la cara del amor tiene tu sabor de las radios vecinas. En el centro la mesa cuadrada con su mantel de rosas, de un lado la cama y del otro un aparador con puertas de vidrio que dejaban ver la vajilla formada por partes de juegos, paquetes de comida, un fogón a alcohol. Abajo estarían la cacerolita tiznada y la pava, el tacho de aceite, el pan de jabón blanco, el veneno. El inodoro y la pileta colgaban atrás de una cortina de baño. En una esquina, del lado de Rega, su rincón, inclinadas en sus fundas la caña de pescar y la viola.
Sin darme tiempo a meter el termómetro de la mano entre las sábanas, a husmear manchas, arrugas, rastros, me asaltó una visión. La Turca inerte, llevada en brazos, noche, la cabeza le cuelga, un cordón de saliva cruza su mejilla y se le mete en la oreja, en el apuro los pies o los hombros topan contra las paredes, tiran el cuadrito que se parte, chocan también contra las paredes en el hueco de la escalera, afuera llueve, llega empapada a algún lugar y los médicos dicen no hay lo que hacer, dicen es tarde. Por nada más que la yema de dos dedos que iban de la puerta a la cama a las grietas del cuadrito de loza sobre el mantel fui triangulando un ahogo de oso de peluche entre almohadones sobre la colcha de retazos, fotos en la playa y perros de cerámica y cristal, perros que salen del mar mordiendo un palo y salpican a los buscadores de almejas, ese menearse de la almeja en fuga, angustia de caja de cáscara seca de naranja, funda elástica para tapa de inodoro de piel turquesa, costurero, espejos, estampado de repasador que me restalla en el lomo látigo lo parco de Rega preguntándome qué quería, no te oí entrar como disculpa por haber entrado, su multiplicación en las fotos aplastadas por el vidrio de la mesita de luz (repertorio de modas y bigotes, abrazo alrededor de los hombros de caño de la Turca, a la cabeza del tumulto de un banquete, con un bebé de espaldas a upa o poniéndole su firma a diferentes formas geográficas) y en los espejos a medida que estiraba los resortes del tórax, la actitud misma de casi desperezarse, de aplastar el pucho contra el piso indolente, de hacer señas, la forma en que pasó rozándome, agarró el cuadrito y fue a colgarlo en el lugar que sólo él sabía, cómo arrancó, finalmente, de un tirón, el lápiz, el dedo que metió por el agujero abierto en el mantel hasta encontrar la tabla áspera de la mesa abajo, todo nos congelaba propietario y netamente intruso, qué querés, te esperaba, de la manga saqué una botella de aguardiente, la alcé, tuvimos que sonreir, un grumo de imaginación con que aguantar el tomamos algo mío apenas él contestó: en lo de una amiga, a mi pregunta: ¿la patrona?

"Nuevas Cenizas" 3° Parte

Cúper daba vueltas alrededor de mi cama como el público cuando visita a las fieras enjauladas. Me había despertado por segunda vez para pintarme el lado derecho con una pasta espesa color ocre. Era zurdo, Cúper. Cuando se seque, había dicho, estás, y apoyado el pincel sobre la tapa del pote en la silla. Levantó la botella desmayada del suelo, la miró al trasluz. Así que no le pudiste sacar nada. Hablaba de Rega. Algo me habrá roído la cara porque Cúper dijo en voz baja tranquilo, tranquilo, como si me creyera su perro. No dijo ella volverá o la encontraremos sino tranquilo, no es tu culpa. Lo que había vuelto era el dolor, un mareo en el que mi cabeza flameaba como una sábana al viento aleteando contra un vidrio. El barullo del mismo mar de siempre. El estruendo de la pared al escombrarse, los berridos del bebé de Dolores seca, arrimando la sien a la pared, pidiendo silencio a los gritos, no aguanto más, no me encajonen en siempre la misma ola de la que nos queremos alejar como paquetes a la deriva volvió la voz de Cúper, ¿en la Biblioteca no saben nada?.
No sabían nada.
Valerio mezclaba el mazo de la vergüenza. A Figueroa se lo habían llevado en camilla, un enfermero que decía normal, los años y anunciaba otras despedidas, otras miradas sin retorno, más bocas babeantes, más parálisis, silencio puro. Corrí atrás de la camilla y le apreté un hombro. ¿Sentiría algo? Y antes, cuando oyéndonos hablar en la cocina levantó un brazo con violencia, ¿un cosquilleo, inquietud, qué lo hizo levantarse y romper el rumbo de su silla?. Voy a repasar la cámara frigorífica, dijo. La cámara era un depósito de comida oscuro, recargado, sin paredes de hielo polar ni reflectores, azulejos blancos y cucarachas negras. No se lo oía silbar, no se oía el salto del trapo en el balde. Al rato Valerio me manda a buscarlo. Lo encuentro de rodillas, la frente apoyada contra la pared entre dos columnas de estantes. Cuando lo separé, echándolo sobre su espalda en el piso, vi que tenía abiertos los ojos, la boca, y un mechón de su propio pelo negro en un puño.
Esa semana el Francés metió la cabeza adentro de la boca de un horno.
Y ahora la Turca, te das cuenta, grité, ¿qué está pasando?. Pero no pasaba, volvía el mareo y desde el fondo del mareo mismo Mara, el eslabón reencontrado, la oscuridad que se cernía, restos de vómito alrededor, una biyuterie más bien bilis seca en actitud de caer desde el borde del inodoro hasta el piso, una hilera de hormigas subiendo por la base de lata del inodoro sin reflejarse, la pasta tibia, todo no sólo remarcaba su ausencia como una lluvia de polvo habría revelado la presencia de un cuerpo hasta ahí invisible sino también la reaparición del dolor y otros fantasmas, la risa de Rega cínica, seca tos de Turca entrando a la noche, ladridos del Mancha, abortos obligatorios con fondo de jugada de lotería en el televisor blanco y negro, la bocina alarmada del último camión.
Y en ese mismo reviente de tristeza, para salvarme o hundirme del todo, la imagen de la Doña supurando su poder en el vientre del sótano, como un parásito.
Me incorporé. La pasta, seca, se rajó. Un pedazo fue a rodar sobre la cama y después al suelo y partirse. Iba a pulverizarse bajo mis pies, iba a tapizar la pieza. Despegué lo que quedaba, me puse la camisa, vamos a ver a la Doña, ¿qué esperás?, bajemos, todo con un despliegue de energías dirigido más allá de la pared. Cúper se había soldado a la silla. Yo sobreactuaba que no era hora de cuidarse, él a su manera menos miedoso de la inclinación del pulgar de la Doña que de la violencia de los tipos que deberíamos cruzar para verla, bufones del falso enojo pero calzados.
Aceptó acompañarme aunque aparte, cualquier pretexto, cigarrillos, nos habría hecho coincidir casualmente, sus pies esquivando mi huella ocre de querusa en la escalera y una de esas manos deformes imantada a mi sombra, cada cual jugado a la corriente de su pensamiento como locos, para qué queríamos verla. Un trío hostil, envejecido, de guardia. El único que conservaba las dos piernas enteras las usó para perderse atrás de un monte de cajas. Un rato después repetía el camino conmigo.
No son horas, dijo la mujer. Su voz grave en la oscuridad era el único indicio de ubicación. Me acerqué hasta que una mano me encontró el pecho. Le dije que me disculpara pero que era importante. Se llamaba Doña pero había que decirle señora hasta que ella dijera dígame Doña. No dijo más que qué quiere. De a poco iba distinguiendo los límites de la noche. Ella acostada de espaldas sobre la mesa, los brazos le colgaban del borde como dos ahorcados. Quiero saber dónde encontrar a la Turca. El tipo hacía barullo, se mezclaba en la conversación. Lo que cueste. Es un roñoso, dijo, es falso. Se me callan, cortó ella. Creí entender que me pedía que esperara, que me costaría caro. La flecha de salida fue una piña sorda entre los omóplatos. Afuera Cúper, sus cigarrillos. Fuimos a dar una vuelta pero yo estaba ansioso por subir y detenerme ante la puerta de Dolores a la caza de un ruido que indicara que me había estado esperando y saldría, en puntas de pie, hambrienta de noticias tranquilizadoras y un abrazo en el que se iría adormeciendo como un barco que no pena.







Ya volvería a bajar, sólo, sueño y una mejilla caliente del cachetazo con el que me despertaron. A esa altura apenas alba de la mañana el sótano no estaba más iluminado que en plena noche. La mesa ahora cargaba el peso de papeles, tazas, una pila de ropa, todo en desorden, intuido bajo la luz miserable de unas velas que escamoteaban también gran parte de la masa grasienta y sin embargo, supuse, dentro de lo poco que se veía, árida. La Doña me recibió repantigada en su butaca, del otro lado de la mesa. Absorta en la costura, sin mirarme, adelantó el codo indicando que me sentara, un codo cómico para el que pudiera disfrutarlo, una especie de culo perdido en los pliegues del brazo. El dedal le quedaba chico y en el tiempo que estuve sólo interrumpió el trabajo para pescarlo de la falda cuando se le salía.
Usté, dijo, no sé últimamente, pero antes se lo ve que estuvo bien alimentado. Eso me gusta de usté. Acá hay muchos que por el hambre no les da la cabeza, de eso sobra, son como bichitos, hay que acercarle el pan a la orilla de la boca pa que tengan. Más disgustos le daban que otra cosa. Una igual los quiere a todos. Y qué iba a hacer. Una es madre y entiende. Hoy, nomás, mire. Estiró la oruga del cogote hacia un papel. Cada cual con su necesidad.
Asentí respetando su intención de que eso fuera una lista de nombres y legibles, que significara algo, que la verdad geométrica de las velas, la figura religiosa o teatral que encuadraban, poco práctica incluso para ella que en cualquier momento podía ensartarse el ojo con la aguja, me permitiese leer.
Los hombres es otra cosa, qué saben qué se siente. ¿Tiene hijos? Lejos, contesté, como si me hubiera preguntado dónde quería estar. O muerto. Pero la necesidad, el resorte vencido de los músculos me ataban a la silla, a la imagen de la aguja hundiéndose en la piel de la prenda indefinible y emergiendo limpia, al ritmo igual de mecánico de su relato que empezaba con el primer hijo como si éste la hubiera parido. Antes tampoco habían pasado muchos años. Después los había ido engendrando sin respiro y sin padre, golosa de su poder creador, sintiéndose, ahora que era más vieja, menos ignorante, un poco pachamama, un poco como la Virgen, como si el Señor le hubiera venido soplando su verdad al oído todo ese tiempo sin reglas. Preguntándome si yo creía que una mujercita puede preñarse de esa manera para escapar del miedo, la impresión de la sangre, se contestaba ella misma que no, que otras fuerzas la habían hecho parir un hijo atrás del otro hasta que no pudo o ya no hizo falta.
Con los primeros se había venido de afuera. Cuando la ciudad todavía no era lo que llegó a ser ni esto de ahora. La había visto brillar y tensarse como un cuero bajo el peso de la gente mientras sobraba los trabajos más pesados o indignos con prepotencia. Una miserable como tantos, qué iba a repetir las fiebres, la penuria que los envolvía en ese entonces. Sobrevivió con su ritmo de parir y preñarse puntualmente, como un planeta más, sin contar nunca cuántos venían siendo. Los tuvo en todos los lugares y situaciones posibles. De chica, allá en el campo, con la ayuda de una comadrona que con los años iba teniendo modales, un aire de médium. Sola, cuando no pudo esperarla, tratando de no espantar a los otros críos que revoloteaban a su alrededor como moscas. Después que se vino ya hacía como si la vieja estuviera presente, recordaba las palabras y las repetía a medida que la otra las hubiera dicho, sus manos trabajaban con independencia del resto del cuerpo. En la piecita más desamparada, más húmeda y fría, improvisaba un fuentón, unas mantas, un pesebre adonde celebrar la única fiesta permitida. En un tren en marcha, en baños públicos, negocios, un aula de escuela, una iglesia. Nunca al aire libre. El instinto la hacía buscar el abrigo de un techo, más no fuera una caja de cartón en el medio de un parque.
Por ahi me vio perdido o mirando las tijeras sobre la mesa con los ojos muy abiertos pero sin ver y su cuello que empezaba a temblar, por ahi estuviera realmente afligida, su tono se hizo más grave y bajo, un murmullo, tenía que decirme algo. Su aliento me chamuscó la cara. Una chiquita, dijo. Se me quedó. Una sola, la única a la que le faltaron las fuerzas. El alboroto repentino de las llamas, un principio de hipo, sentir que el parado a mis espaldas empezaba a cargar el peso sobre una y otra pierna balanceándose como en un conjuro, el foso abierto en la historia, esta sentencia de que a los muertos se los lleva para siempre encima, que me haya llamado hijo, de golpe todo me hizo sospechar que ese esqueleto estaba enterrado en alguna parte del sótano, que era ésa la mercancía más valiosa, más vigilada, el fundamento de la ley que los mantenía unidos, y que la Doña no era más que otra instancia de esa ley. Una sacerdotisa, no una diosa. Tal vez, esa muerte fuera tan falsa como todo lo que contaba.
Si pensaba que aquella desgracia había interrumpido la cadena estaba muy equivocado. Se aproximaban los tiempos peores. La mujer tuvo esa visión y una imagen de lo que debía ser su respuesta. El pez grande se come al chico, ¿me equivoco?. Ellos ya eran muchos. Estaban más allá de la maldad, del egoísmo. Entonces de la magia de los alumbramientos brotó el provecho.
Excitada, sin perder el hilo de la costura, ni sé si pasando a otra prenda de la pila, orgullosa, la Doña contó cómo le habían ganado este edificio a las ratas en la época en que estos lugares no los agarraba nadie, nostálgica, sudando sangre, con desprecio, no como todos los que ahora, indignada, quieren que les den pan comido. Se daban maña, la única ley que respetaban era su propio celo de poder. Cuando la ciudad se vino abajo, usté debe acordarse, la Doña, no sé si todavía de nuevo embarazada, su ejército de hijos, ya estaban en otra posición.
Fue como si hubiesen previsto ese derrumbe, como si todo lo que siguió, cosas terribles, Dios me libre y guarde, no hubiera sido más que la señal de que iban por la buena senda hacia un destino que ella había adivinado con las tripas. La gente que deambulaba, familias enteras matándose entre sí por migajas como animales, de nuevo Dios, no permita.
Una vuelta aparecieron los propietarios. Una sociedá. Querían demoler, construír. ¿Sabe qué? Una moneda les dimos. Una sola. Ahora ya no era más de ellos. ¿La entendía? A ella le gustaba hablar claro y que la entendieran. ¿O antes cuánto costaba? La posesión parecía haberles contagiado una fuerza milagrosa, su valor. Hubo una serie de imágenes que relacionaban los cimientos del edificio, las raíces de los árboles inconmensurables que se elevaban allá afuera, de donde la Doña había venido, pechos o pies, palabras para mí sin sentido.
Nombró a la Turca, reatrapando mi interés de tela. Su amiga, dijo y sonrió como si hubiese visto reflejado en la fina aguja el movimiento ascendente de mi cuerpo, la manera en que se cerraron mis puños alrededor de los apoyabrazos, un adelantar, ofrecerle los hombros y el cuello a su estocada, esa sonrisa de punta de lengua gorda roja entre los dientes. Su amiga la verdá me desilusionó. ¿Quién no sabía que estaba mal? Podía haber pedido ayuda, ¿no le parece?. ¿O ella no ayudaba a su gente? Yo era más que testigo, una prueba. Dijo usté sabe cómo llegaron años atrás, sin esperar contestación. Decir enferma era poco. Arruinada. Estropeada. Hecha un desastre. Mire que he visto cosas. Un paquete en brazos del hombre que lo único que podía hacer eran promesas, juramentos de que iba a pagar en cuanto ella se recuperase.
El sí, dijo, incluso ahora, antes de irse, pero ella, ¿pensaba yo que alguna vez le había dado las gracias? Esas mujeres eran así. Mis hijas jamás han hecho la vida. Cosas peores, por ahi, pero la vida nunca. Se terminaban creyendo lo que no eran. ¿O a la Turca los remedios, los doctores que había sabido conseguirles ya no le servían? ¿O prefirió dejarse, no dijo morir, dejarse, por no trabajar, por qué, por orgullo, ella? Yo tampoco, ninguno de los dos nombró a la muerte. Como si estuviera.
Cabeceó señalando un papel. Ya que insiste, dijo. Acá no quiero ni verla. Todavía faltaba el detalle de la deuda, amenazas.
Subí a los saltos. No sé qué esperaba encontrar. Un llanto pero de chico. La misma mesa, el mantel, su lagaña de pegote. Aparte de eso reconocí nada más los animales de peluche a los que otros chicos, que empezaron a llorar al rato de mirarme, serios, mirarlos agitado desde el umbral, les tiraban de los ojos. El que sí lloraba dejó de hacerlo. Todos parecían en tren de servirse mate cocido de una cacerola alta, inestable y humeante sobre la mesa. Uno fue a apretar las piernas de la mujer que me miraba desorientada. No había quedado ni una foto de la que pudiera arrancar la parte de la Turca, llevármela y guardarla en algún rincón de mi pieza, para qué.

Visto de frente, el edificio soportaba tres tonos de gris del cielo, la fachada también gris, tablones pulidos por la intemperie tapiando algunas ventanas y en otras reflejos pálidos plateados de nylon, el rebote de un rayo, media Dolores asomada: si alguien hubiera podido ver desde la calle que la cáscara del edificio empezaba a rajarse y a través de esa grieta habría visto a Dolores entrar en mi pieza arrastrando el cochecito y a mí en la cama, volcado sobre mi brazo derecho hacia el bol plástico bordó en el que los puchos se iban a amontonar después haberlos aplastado contra la pata de la cama, caía una bengala de chispas de bienvenida que se enfriaban en el aire, levantarme, descolgar el anillo, ponérselo, besarnos.
De entre las mantas sacó la radio y un paquete de milanesas envuelto en papel blanco picado de aceite. Del cochecito salía un pie inflado.
Comió parada, mirando la calle por la ventana por si llegaba el hombre. Más tarde se sentaría con él a la mesa a simular el dolor que no la dejaba comer ni soportarlo encima, la fábula que llevaba a la paja y lavarse las manos antes de los platos.
Era la hora de la novela, una novela de la televisión que se agarraba por radio. En el edificio la oían todas. Estaba hablada en un idioma que ni se sabía cuál era. Después, en los pasillos, se comentaban lo que había pasado, trataban entre todas de entenderlo.
Yo a veces secaba sus lágrimas, otras hacía de detective, otras trataba de fastidiarla, y esperaba la música del fin para tirarme encima suyo.
Atravesé el cochecito contra la puerta, un carro que el hombre le había recauchutado sobre el que ella abrochaba una tela oscura por si el chico se despertaba. Le busqué el cuello con los dientes, la atenacé en un abrazo a la altura de la costillas y apreté lo más que pude. Se retorció sin ruido, todo siempre en silencio, por él. Hundió la punta de las uñas en mis sobacos, me tiró del pelo, desde el piso vi las manos de miga de la criatura sobresalir del borde del coche, la solté y antes de que pudiera verlo asomado la di vuelta, ahora de cara contra el colchón, regular, suavemente, chupándole el cuello, gritá, ella apretó los labios contra la manta, nunca, acompañaba mis sacudidas cada vez más violentas, más corto el arco de la cintura y fuerte el golpe, el rebote de su cuerpo, con un chillido ahogado de rata, mordiéndose el labio. Después giró la cara mojada y encontró la del chico, que al ver que ella lo veía se puso a llorar.
No se asuste, no, si mami está acá, no llore. Se puso la criatura en el pecho, se sacó el anillo con los dientes y lo escupió al piso, la verdad sea dicha: nunca pudo haber visto nuestros rostros realmente rajarse, como cristal de mala calidad, ni nuestros cuerpos frenéticos deformes presos de algo que él pudiese atribuir a un padecer insoportable o espíritus que se apoderan o alguna fuerza animal, no, la verdad, quién sabe cuál es.
Habíamos hecho planes.
Con las piernas enroscadas, una mano de cada uno alrededor de la botella, mirando el reflejo del crepúsculo en la frente del chico mientras dormía, en un banco del parque seco del sueño.
Planes, hambre de amor para mañana. El mar, el río, los animales que la habían acariciado de chica, de los que se acordaba oyendo la novela. Eso quería para su hijo, la cosquilla del sol y un padre.
Esta historia de la herencia que yo estaba por recibir se la contaron. Me preguntó si era verdad. Dije que sí, que un familiar había muerto, ella se pasó el dorso por los ojos, su gran pena era que el padre de ella no hubiese conocido al chico, besó la boca del chico, que yo no creyera que estaba a mi lado por interés, las desgracias habían ido sucediendo una tras otra y ahora que las cosas se enderezaban, los ojos llenos de lágrimas. Yo habría querido que rompiese a llorar y con la mano que le acariciaba suavemente la nuca como consuelo ir empujando su cara hacia mi pija, que se la metiera del todo en la boca tragando lágrimas y saliva, verla hipar, atorarse, perdidos los bordes del placer y la pena hasta no distinguir qué era cada cosa ni de quién.








A la Turca hay que ir a buscarla, hay que traerla.
Rega ya dio el paso del adiós, se despidió de mí sin que yo lo sepa empujándome hacia atrás en el colchón con un solo dedo, índice, sobre mi pecho. Lo fácil que fui, la vergüenza de haber respondido con una especie de sonrisa mientras me iba para atrás y me dormía con ojos abiertos antes de terminar de caer, ojos pestañantes de novio que Cúper, que no los vio, trata de disculpar. A Rega lo vi por última vez durante esa noche y me vienen a decir que se fue, que cargó el auto con sus cosas en el vapor de la madrugada, el coche tosió un poco, nadie lo vio rodar al principio lentamente, alejarse, la luneta empañada, y del lado de allá de su dedo sin disfrutar la situación, más bien serio, concentrado, como si le hubiese llegado la hora de algo va a decir Cúper, una cita inexorable, ni siquiera algo malo para él, por última vez: lo vi entre pestañas de espaldas atravesar la puerta y hundirse en ese para siempre.
Sacudiendo a Cúper por los hombros, en clave de vértigo, hay que traer a la Turca, hay que ir a buscarla.
Andá vos, dijo Cúper, puso la posta del atado entero en el hueco de mi mano. ¿O tengo que correr atrás tuyo, surtirte de cigarrillos hasta que lleguemos, esperar un paso atrás mientras golpeás la puerta, sonreirle un poco al que abra como para desmentir tus nervios, que no se asuste? Cómo voy a saber cuándo hablar y cuándo callarme, dijo. No me mires así. Lo agarré del cuello de la camisa. Estiró la cara atrás, parpadeando, los labios hacia adelante y las palmas de las manos cruzadas por líneas azules a la altura del pecho.
Fuimos. El traslado de enfermos o desfallecientes pide el plural, dijo, ya en marcha, frotándose las manos, y en adelante no volvería a hablar, sólo un murmullo ante la encrucijada de una esquina o el ángulo, la inclinación de los hombros necesaria para encender esos fósforos demasiado efímeros. El frío nos pegaba la pera al pecho, soplaba un viento de volarse las sombras.
A la puerta de una casa antigua baja esperamos, vimos al pájaro del ojo en su jaula.
Era un refugio de enfermeros. Conservaban como un distintivo la chaqueta celeste o blanca, sucia o deshilachada, hasta orgullosos de sus manchas, de monje el paso, la mirada esquiva, los susurros entre sí al cruzarse.
Iban y venían por un pasillo que a medida que tropezaba con las piezas se fue retorciendo, se hizo cada vez más angosto y oscuro, más fuerte la mezcla de olores. El calor aumentaba como si nos acercásemos a la boca de un horno y el aire, cargado del gas de las estufas, se espesaba. La llama rojiza de las estufas, sobre la pared, iluminaba el camino.
Atrás de las puertas, en penumbras, entre ronquidos y el olor ácido de la transpiracion de días acumulada, se adivinaban los cuerpos pálidos en sus catres.
A pesar del calor Cúper caminaba con la cara hundida en el cuello de su sobretodo. Nuestro guía se subió el barbijo. Estaban el filo del alcohol y el desinfectante, la alfombra de insecticida a nuestros pies. De una puerta salía el olor del pis rancio, de otra vapores de vómitos mal lavados, de otra yodo, un colchón de mugre y mierda, ríos, cataratas, todo un pantano de mierda sobre el que parecía estar construida la casa. Se olían mierdas diferentes, la nariz las seleccionaba por grados de solidez, colores, texturas. A la arcada de nuestra tos le respondieron otras, a veces una máscara corría a apagarlas. En el fondo, sutil, la fragancia de la sangre, con la dulzura de una reina asesina, subía de un golpe hasta impactar el cerebro.
Algo dijo el enfermero y paró para dejarnos pasar.
El olor era todavía más fuerte, más encierro. Cúper daba vuelta la cara, miraba por encima del hombro. Pisó unas jeringas que crujieron, dio un salto, disculpen, nadie contestó nada.
La Turca parecía dormir, inmóvil. Le habían puesto un camisón amarillo, largo, de viyela, fruncido en el pecho, las mangas con unos botones redondos forrados. La habían rapado. Sobre el colchón sin sábanas, su mejilla en una almohada de saliva. Le pasé una mano sobre el pelo pinchudo, que ya no tendría fuerza para crecer. ¿Rega la había despojado también de su cabellera, como un salvaje, antes de dejarla?
El enfermero hacía gestos, pedía contención, invocaba detrás de su barbijo la sabiduría de la naturaleza. Le dio a Cúper otros camisones, lo único que le habían entregado con el cuerpo.
Durante un segundo, viendo su perfil de pájaro vuelto pichón, la pelusa húmeda sobre el cráneo, la historia se mostró en su variante invertida, de pases sin magia. Yo iba a sostener su mano como ella antes la mía entre las suyas, mano pálida de postrada. La ayudaría a calzarse la máscara que ella me había ayudado a sacar.
La alcé, encaré el pasillo y fui atravesando las capas casi sólidas de olores hasta que llegamos al kerosene de la calle. Atrás Cúper traía una manta y tos.
Había más viento que antes, ya no iba a llover. La calle estaba desierta. Ahí se había subido Rega a su auto después de dejarla. Debía haber arrancado hacia la derecha, hacia el este. Nosotros íbamos para el otro lado.
La envolvimos en la manta, no pesaba nada.
La instalé en mi cama. De día la cuidaba Dolores, de noche yo pasaba un algodón embebido por sus labios blancos, inflamados y volvía a cubrirla con las mantas, le estiraba los brazos tratando que dejara de toser, colar entre los desbordes de saliva la pepita de un enigma del que ella no podía decir ni yo saber si existía.
Ahora que Dolores la lavaba olía a jabón para bebés. A la luz de la vela, bajo la campana de silencio del edificio dormido, yo separaba los labios de las sábanas hasta encontrarme con su carne todavía más blanca que antes y hasta con transparencias, en unas zonas quebradiza, en otras resaltando venas azules sin rumbo. Atrás de las orejas y en el cuello aparecieron cicatrices que antes disimulaban el maquillaje, el pelo largo, los collares anchos, el cuello de las camisas levantado, cicatrices antiguas sin forma, inexpresivas. Los huesos del pecho plano sobresalían en las costillas y clavículas como si debajo un fugitivo hubiera enterrado una caja con el botín de un asalto antes de perderse en otro foso para siempre, las tetas se desolaban hacia los costados arrastradas por el peso de los pezones, la piel, la inercia del cuerpo en su abandono, todo daba una impresión de sequedad, de tierra pelada, un mapa físico en el que ninguna marca decía nada. La panza cuarteada, los muslos ásperos, los huesos de las rodillas, piernas y pies en punta, como raíces podridas. Hasta el silbido agudo de su respiración que de noche barría la pieza desierta.
Un territorio sin calor ni humedad. Lo único vivo, la mata negra entre los muslos, pujante, más allá de los límites de la última afeitada, se ramificaba precisa y caprichosa buscaba el ombligo, lo envolvía, se abría sobre la panza dispersándose y volvía a brotar entre las tetas. Unos pocos pendejos lacios y muy largos rodeaban cada pezón. La di vuelta. La pelusa sombreaba los muslos, abría un claro alrededor del culo y subía desplegándose en abanico por las nalgas, pana entre los omóplatos, una forma de vida pero vegetal, el movimiento de una enredadera, de un musgo, en el centro de todo la carne rosa de la concha, retraída en un sueño de animal prehistórico, guardaba su secreto para siempre.
Tuve que bajar a la Doña y pactamos otra postergación, otro adelanto.
Ese doctor que dijo, dejé que lo pensara. Qué necesita, y se adelantó, apoyándose con los puños sobre la mesa, si es por la vecina, dijo en voz baja, guiñando un ojo, si quedó, le mando a la ciega que se las arregla.
Para la Turca. Ni me hable, dijo. Es tirar la plata. Cosa mía. Plata de otros. Todo un debate sobre la propiedad de la plata prestada tuvimos. Después llamó a uno de los hijos, que fuera a buscar al doctor. No te rías, le dijo, no te quedés por ahí, dejáme verte las manos.
Este se acercó rengueando. Con ayuda de la mano que había sacado de un bolsillo extrajo la otra, fofa, un guante que guardaba las cenizas de la mano molida.
A ése, le dijo, andá y volvés.
Apareció en la puerta de mi pieza jadeante y con la misma mueca que la Doña llamaba risa.
El médico vio todo en un minuto.
Levantó las cobijas, auscultó, tomó el pulso con la mirada perdida en el techo, como calculando otra cosa.
Qué quiere que le diga, dijo. ¿Paga ahora?
Hablaba con frases rápidas entrecortadas y el silbido ronco de su pecho se cruzaba con el de la Turca, más agudo, en el aire.
Estése atento, dijo. Y que ya faltaba poco.
Viene de llover y el agua destripó los puchos, las hebras oscuras desparramadas en charcos mínimos, archipiélagos. La calle está vacía. Donde hubo un auto estacionado queda su huella seca sobre el pavimento.
Busco más bien junto a las paredes, al resguardo del ala de los toldos, los balcones. Cúper va de la calle. Visto de espaldas, la campera de tela liviana color café con leche, el cráneo opaco, alguna gota que todavía cae no se sabe de dónde y lo salpica, huesudo, verlo gesticular, darse cuenta de que habla solo, volver hasta el árbol en el que me apoyo mientras selecciono los filtros, las puntas chamuscadas, el papel, y los separo del tabaco que voy juntando en un celofán, cómo finge interesarse en lo que hago mientras habla de la muerte y la memoria: me moría. Habla de los recuerdos impagables, de los deudos. Habla y la saliva burbujea en la comisura de sus labios.
Imposible acordarse de todo lo que dice. Me acompaña desde que dejé la Biblioteca, caminamos por ahí durante horas, hacemos tiempo para volver al edificio, que la Doña no se entere. Habla de todo, del frío que sube desde los zapatos mojados, de nuestras espaldas apoyadas contra la pared, fumando, viendo pasar los coches por la autopista. De hacerse humo. ¿Hasta cuándo? Algo se nos va a ocurrir.
Los puchos nos han ido atrayendo hacia la trampa del edificio. Ya se divisa su silueta gris, y en el cuadro oscuro de las ventanas pronto van a aparecer las bombitas, un punto amarillo débil oscilante listo a extinguirse.
Dejamos atrás la autopista y otro edificio que se zambulle entre las nubes. Nuestros pasos resuenan como si caminásemos sobre adoquines huecos. ¿Papel tenés? ¿Querés papel?, desenfunda del bolsillo interior una hoja plegada.
Es un papel liviano ideal para armar. Leélo, dice. ¿En voz alta? Se encoge de hombros. Mi amor: ya está decidido. Tenemos pasajes para el sábado. No es por las mellizas ni por mí ni por el bebé que va a nacer ni por nadie más que vos mismo. Porque ahí no puede estar lo que buscás.
Más que la idea de que se vaya lo que me impide reír es la letra muy redonda, como ojos crédulos, letra cruel con los crueles, la determinación que sostiene las líneas perfectamente horizontales sobre el papel sin renglones. Lo rasgo, armo un cigarro del que saldrán pitadas desiguales, nuevas cenizas, humo. Le devuelvo el papel preguntando en silencio y él en silencio lo guarda y primera vez que me responde con más silencio.
Doblamos la esquina, Cúper todavía encogido de hombros, yo la vista clavada en el piso que no contesta, dice parece que te buscan, es Dolores en deshabillé y ojos de carbonilla negra, una carrera tambaleante sobre esos tacos, la Turca, alcanza a decir entre sollozos, la abrazo, viste de baba, hará media hora, después es toda un temblor, no importa, no digas, mi mano de nuevo en su nuca, ya está, haciéndole companía, insiste, tejiendo, en la silla, le había llevado la radio, ella hasta el final convencida de que la Turca podía oir y le charlaba al oído, bromas, el tono cariñoso de entre mujeres y otras veces chismes del edificio, algún consejo, anécdotas del hijo que ya buscaba enderezarse, morder, el título de tía. Se agachó a buscar un ovillo y sintió que algo le rozaba la falda, un bicho pensó, pero eran los dedos de la Turca que arañaban el aire, nunca iba a perdonárselo, ¿y si había querido decirle algo?, confundirla con un bicho, la vio abrir los ojos, siguió toda la trayectoria de las pupilas que cruzaron el aire como dos estrellas fugaces hasta fijarse en un punto frente a ella pero sin verla y ahí se quedaron, se fueron dilatando, perdiendo foco, cada vez más borrosas, después los párpados cayeron y todo el cuerpo, aunque estaba acostada, dio la impresión de caer, de abandonarse, se había ido.
La lluvia volvió a caer ahora furiosa, hundiendo sus uñas en el barro. Nos encontramos abrazados con el agua hasta los tobillos, el pelo chorreándonos sobre la cara y el sabor de las lágrimas y la saliva, todo se mezcla, se confunde, forma remolinos a nuestro paso, la risa de los del edificio al vernos entrar, sus burlas, el silencio de los chicos que nos escoltan por la escalera chorreante preguntándose cómo será el olor de esta muerte. Están acostumbrados al filo o al disparo, los regueros de sangre, la exposición del hueso, gritos. La pelea previa, alaridos de dolor, los pasos de uno que huye y otros que van buscar al médico, ese coro que clama venganza. En cambio este viaje mudo de la Turca, esta disolución en la nada los desorienta.
Dolores ya no llora o llora de nuevo. Los chicos pueden haber confundido el silencio o la lentitud de nuestro paso con la calma. Ya en el pasillo, oigo que alguno se pone a llorar. Otros se quedan en la escalera. Antes de abrir la puerta miro para atrás, sólo nos sigue el que me vendió el anillo y dos nenas que le llegan a los hombros, de ojos saltones o haciendo un gran esfuerzo para mirar.
Abro.
Entran corriendo, se agachan, miran abajo de la cama, nos pasan por al lado, por entre las piernas, gritan no está, no está, no hay nadie, así gritando bajan y los demás los siguen, también gritando, y por todas partes parecen haber abierto cajas de gritos, gritos antiguos retenidos desde hace mucho, gritos que una vez libres se expanden desaforados consumiendo todo el aire sin dejar espacio para más nada. Nosotros dos inmóviles frente a la cama vacía.
Esto no es un hospital no es la morgue, la Doña marcaba los acentos con una palma sobre la mesa. Iba y venía por el sótano que vibraba bajo sus pasos, sus caderas rozaban las paredes, lluvia fina de cal. Cuando alzaba los brazos la punta de los dedos tocaba el techo, entonces sus puños se cerraban, volvía a mirarme, mi cuerpo parecía quedarle chico a su odio y su mirada buscaba algo más, atrás, a mi alrededor, apretaba los labios y daba otro golpe contra la mesa.
El cuerpo no lo va a ver, había dicho. Qué se cree. ¿Qué quiere, que nos coman los gusanos, que me encuentren un fiambre acá adentro, justo ahora? Ese asunto estaba terminado. Yo había insistido en meter la muerte en el edificio, en su casa, en la casa de su familia. Había dicho que iba a pagar lo mío, que ya era mucho, y lo de ella, y ahora resultaba que no tenía más trabajo. Con qué. Parados frente a frente, ella las manos en la cintura.
Usted ya sabe, está la herencia. Como si esperara eso. El golpe me tiró contra unas cajas vacías, un montón de escobas atadas, una bolsa de arpillera que se abrió. De las costuras de la bolsa brotaba el arroz. Quise pararme, patiné, un labio también abierto y arroz pegado a las palmas de las manos, a la cara. Ya la fiebre me roía las rodillas, soñaba tragar mi verdad en silencio, entre buches de sangre, como un héroe. Creí ver el destello de otro golpe y volví a caer y al levantarme todo me pareció lejano, borroso, su voz, lo que decía, los mismos gestos ahora sin fuerza. Como si cayendo hubiera atravesado también el piso, y un túnel muy profundo, viscoso, y al final de ese túnel desembocado en un sótano idéntico a éste, con la Doña amenazante y alfombras de arroz bajo mi cuerpo.
La sangre impresa en mis sábanas, los comentarios de los que pasan riéndose por el pasillo, una mirada de Dolores, imágenes mínimas, filtradas por la fiebre, me hacen creer que la escena fue así. Que sonreí para mí mismo aliviado cuando dijo que ya nunca, que cómo, de qué manera hacerme pagar. Después dijo lo que tendría previsto desde el principio: que lo único que le daba una remota posibilidad de cobrar era tener al hijo de Dolores como garantía. Ya se habría vuelto a sentar en su butaca, atrás de la larga mesa, y hablaría con un tono calmo de banquero, de funcionaria, con la boca voraz de la usura, cuando dijo que si llegaba a querer irme o si trataba de engañarla ella se quedaría con el chico de Dolores, y ordenaría las cosas de la mesa, reloj, costurero, plato sucio, paquete de yerba volcado, cuchillo, lápices, sin mirarme, con fingida minuciosidad, esperando que yo terminara de caer y me fuera.







Una posibilidad es que la Doña haya amenazado a Dolores, o a mí por medio de ella, antes de que pasara nada, antes del anillo, los golpes en clave en la pared, de la exigencia y la falta de gritos. O a ella y su criatura por mí, o yo, sabiendo que íbamos hacia el fondo sordo de ese despeñadero, haya preguntado ¿estás contenta? con mi voz más planes, que ella haya asentido entrecerrando los ojos, la sonrisa de un presunto sol que le diera de lleno en la cara, conformidad, confianza según el Diccionario de los Gestos.
Más, que la haya o me amenazado, medio amenaza y medio receta, a su criatura, cuando ya todo había sido, sin después ni antes, sólo adónde vamos a ir con voz quebrada, verla jugar con el anillo que cambiaba de colores sin apreciarlos, que no grita para que no se asuste, ese era nuestro futuro, oir que dice ya te vas, volviste temprano, la cadencia de la escoba, desearla de lejos, por medio del bramido de la descarga del inodoro o el olor a frituras, decirme a mí quién iba a tenerla como él, en plenos planes, la lengua se pegaba al paladar, se empastaba, se oía plana, fui hasta la pileta: ¿querés? Había arreglado pero olvidé lavar el vaso. Su sonrisa desvaída, un estirarse apenas las comisuras, debió haber habido como un vértigo mutuo o múltiple: él un buen hombre que notaba algo raro, él la había traído de la calle como a otra silla, ya embarazada, y ella no podía hacerle una cosa así, si yo hubiese tenido hijos entendería, chicos de fiebre voladora, pongámosle que entonces me le prendí a la uva de un pezón, succioné, ácido, ella respiraba pesadamente por la nariz, abría y cerraba los muslos en abanico, más que salir de sí misma en pleno sueño, perderse, abrió un ojo, habrá dicho la hora que es o manoteado el cochecito para hacerlo llorar o invertido la figura sumergiendo su cabeza chupona bajo las mantas, modales de madre, mala leche.
Y cerradas las cuentas, cicatrices, ¿de qué íbamos a vivir?. Dolores amenazaba con lagrimear, se había acabado, mis gritos ahora la despeinaban, parece que los planes, lo bien que él se había portado con ella y su hijo, sus muñecas enrojeciendo entre mis dedos, en la calle el viento arrastraba una valija vacía, la dueña rengueaba atrás, o renegaba, no se distinguía bien, niebla en mis ojos, gritá, quiero que grites, gritaba yo, estrangulando sus muñecas, después me había devuelto el anillo con expresión solemne de mártir que me dió ganas de hacérselo tragar, tosía, estás contenta, mucho antes va a venir por penúltima vez, dirá que sepas que creo que sos bueno, mirándose la punta de los zapatos ajados, sufriste, fiebre, el llanto en mi pieza, las incursiones rápidas por el pasillo, espaldas contra la pared, el aire conspirador como paraguas, dirá Dolores que la Doña le dijo que podíamos engañar al hombre pero no a ella y que apoyó su boca, su papada a rayas sobre la frente del chico dándoles un susto enorme y dijo que empezaba a afiebrarse, líneas apenas, cicatrices que jugábamos a descubrir, conversando en su propia lengua desde la ventana de tu cuerpo al mío, ojos ciegos, ¿eran lo que había quedado de antiguos planes?, nada comparable al vértigo de una quemadura, en la velocidad de su sótano a velas la Doña se da el lujo de hablar de palidez, deudas, la misma pregunta de Dolores, sin esperar tampoco respuesta: qué podría ofrecerle. Y a ella: que se cuide de mí. Sudo, la fiebre me consume.
Otra posibilidad es que haya soñado que nos comíamos vivos, otra que con el tiempo el chico empiece a caminar provocándole aplausos, gritos que pared de por medio sonarán a ruego y recriminación, o que la trascendencia del asunto se me escurra, omnubile.







La carta llegó mientras dormía. Vino a despertarme deslizándose por el piso, donde abrí un ojo se detuvo, tan impresionado, palpitante bajo el caparazón de las mantas sin atinar. ¿Todavía existían el correo, mi nombre?
El colchón empapado olía a sudor, a saliva, a meos.
Afuera oscurecía. El silencio que sigue a las tormentas. En el pasillo, ni un pibe que me consiguiese cigarros, un porrón. Con la punta de un pedazo de material arrancado a la pared tracé la silueta del sobre, también blanca, con esmero.
Más la oscuridad se acentuaba, más el sobre, en mis manos, y el rectángulo de cal, fluorescían, hasta que fueron lo único que quedó de la pieza. El sobre, aún no carta, la boca abierta que lo había escupido
Me senté en el marco de la ventana, la manta sobre los hombros: horcajadas. Lo que quedaba del nylon podrido por las lluvias se había puesto duro antes de desprenderse y caer.
Había niebla. Al farol lo rodeaba una pelota de peluche de luz. Terminé de arrancar una tira de papel que cayó bailadamente. Abajo nadie se sobresaltó al verme ni dijo no lo hagas, no lo hagas.
Llueve, leí, tendrías que ver el mar. Anochece. Allá, qué hora es. ¿O no se pregunta la hora por carta? Todo pasó tan rápido, no tuve tiempo de despedirme. No pude, no podía, no sé por qué, decirle que esperara, asomarme, avisar.
Cúper hablaba de su mujer. O ella tenía una fuerza especial o él estaba entregado, porque lo había vestido después de arrastrarlo por la pieza y casi cargado en la escalera salpicada de curiosas hasta el portal por donde entraba un gajo de gris, y antes de la calle, en voz alta, hablándole por intermedio de los otros, como si haberlo ido a buscar no la rebajara pero hablarle sí, había dicho que aquella vez sería la última.
Esa misma noche viajaban en el Rápido, la mujer y sus hijas con la cabeza colgada del sueño, Cúper apoltronado, asomando a veces al pasillo sin impaciencia, algo de admiración por la facilidad con que ellas se dejaban descansar, calculaba los minutos para encender un nuevo cigarro, recordó una de sus primeras visitas a la Biblioteca, cuánto tiempo, una novela barata en la que se llamaba Ron y volvía de la guerra sin un brazo, sobre otro ómnibus, junto a una rubia reina de algún cereal o fruto, despedida por todo un pueblo entusiasta en la estación, ruidoso, inocente. Primero la rubia, dieciséis o diecisiete años, largas piernas descubiertas en nombre del cultivo de la zona, tacos dorados, brillantina, creyó que Ron ocupaba su asiento, lo obligó a enseñarle el ticket, tuvo que buscar su agenda en el desorden del bolso de mano volcando los cepillos, estuches, recortes con artículos sobre su coronación, inquietud en la comitiva en puntas de pie, alguno que quiso subir a poner las cosas en claro. Nervios, inexperiencia, ella un poco miope. Era lógico. Incluso los pechos de la reina contra su hombro en el sacudón del arranque, las exageradas disculpas, roce insomne, Ron tirando con rabia del pelo sedoso, la boca roja pegada a la boca de su pantalón. Pero el goce, contaba Cúper, no había sido al acabar, ni orgullo ni complicidad con la sonrisa bordeada de semen que jugaba a la compostura, al crimen. Lo despertaron las exclamaciones de otra comitiva en la que ella bajó para perderse. El sol rodaba barato sobre el horizonte. Ron entró al parador y en uno de los retretes, con dos dedos de su única mano, desplegó un largo cabello trigueño. De vuelta al ómnibus, lo fijaba con saliva al vidrio para el resto del viaje.
Un par de veces su mujer se revolvió en el asiento, algo descompuesta o despierta, murmurando con fastidio que no pegaba un ojo, doblada buscó a sus hijas del otro lado del corredor, se cuidó de tocar el brazo de un Cúper que sin haber dormido parecía recién despierto, ahora era él quien la llevaba, hacía sonar el medallón y el anillo en la cadena de oro, una mano sobre el pecho, los labios rozándole la sien, el vidrio, la noche, le devolvían la imagen de ese abrazo preguntándose qué estoy haciendo, por qué algunas preguntas vuelven, hasta cuándo.
Los primeros días los ocuparon en hacer habitable la casa, un barracón de la costa sobre pilotes de madera roída. La humedad, la arena cubriendo los pisos, los pocos muebles, les habían dado una impresión lunar o antártica, ardiéndoles los ojos apenas giraron la manija de la puerta. Un ambiente con varias ventanas, cocina, hogar a leña, dos bancos, dos dormitorios, el piso hollado de herraduras de café. Hablaba poco con sus hijas, o ahora él a través de su mujer. Seguido ese silencio se le hacía insostenible, alguna mirada exigente, y se iba por entre las dunas dando unos pasos que lo enterraban aún más, los puños en el fondo de los bolsillos, como si nevara. Alguna tarde oscura que se hizo pronto de noche, tarde, las tres lo vieron hablar solo, a caballo del banco de madera, el mechón suelto, irremediablemente caído y dándoles una risa que se aguantaban, barajar un fajo de billetes, su cuaderno, las mangas arrugadas de la camisa, ¿llueve?, ¿la arena va a cubrirse de puntos?, ¿de una capa más dura que se quiebra?, ellas lo oyeron pararse, decir que al día siguiente iba al pueblo a comprar un televisor, nueces, esas cosas, la mujer alzó la cabeza de su delantal para verlo tajeado por la cortina de tiras plásticas, los hombros caídos, hacia la cama.
Cúper, su historia. La recontaba en solitarios paseos por la playa, la franja de arena húmeda en la que clavaba con gusto el talón, raras veces cruzarse con alguien, mantenerle la mirada en busca de datos, marcas, golpes de viento en la frente, al sol su historia ofrecía un giro novedoso. Se preguntaba si era ese el punto en el que su vida iba a inclinarse delante de sí misma para dejarlo pasar, si no todo, pero aunque más no fuera algo cambiaría, la sensación de que hasta ese momento había estado tan firme sobre sus pies como un camalote. Volvía seguido de la silueta del perro tambaleándose al filo de los médanos.
Siempre las mismas preguntas. En el ambiente oscuro, casi fresco a fuerza de postigos, atrás de una malla de alambre para los mosquitos o desde los escalones de la entrada, sin camisa, escupiendo hilos de tabaco que se le pegaban a la lengua, pensaba qué sentiría su mujer, mirándola a lo lejos como a una esfera bajo el sol, sola, hasta la cintura en el mar, de malla con volados. Confiado, yendo y viniendo según fuerzas desconocidas esa mañana se había puesto con el cuarto que antes llamaban despensa, tapado algunos agujeros del techo, aberturas entre tablas, después instaló la mesa afuera, bajo los pinos, y en los cajones los cubiertos, el mantel. En el ambiente oscuro, entre gruñidos del gato al ratón, se cocinaba algo. Ella regresó lentamente hasta la casa, sonreía, comieron en paz hablando de cosas sin importancia, él trajo unas uvas, acordaron caminata después de la siesta. En ningún momento, como había sucedido otras veces, ella se levantó con brusquedad, alejando el embrión de cualquier gesto para irse a llorar contra la cama, ni tuvo que ir Cúper, silencioso, a abrazarla, a distraer el miedo que los envolvía. Dormido a la sombra de los árboles lo sacudieron sus hijas: ella estaba en la playa, caída, la hora en que la marea, la culpa de que fuese a morir ahí, dolor, una corre los pájaros, como un animal, la culpa, no mamita, era de Cúper, el perro, una ola, llevarte, no me toques, no, a los gritos. No sabía qué hacer, quiso sentarla, no la había querido, nunca, un puñado de arena, a nadie, alrededor, le ladra a los pájaros, a chorros, hunde una mano, ola amenaza la costa, hijo de puta, frente, cabellos, lengua de arena, a cucha, a cucha, en cuclillas, por qué la había dejado, mami, que gritase, se va a morir, que respirase, volados de espuma, dale la mano violácea, se esconde, vuelto, sangre, por vos, arena en granos, gime, mordía, acuosa y rosada apareció, le ladra, se había ido, muchos, todos lloran, las manos abiertas sucias balbuceantes, charco, de Cúper, sostenían el hijo.







Hecho un furtivo o un ciego insomne de la mano de la carta estrujada en un puño sin darme cuenta entré en la pieza de Dolores esquivando la cama en la que dormían el chico y ella, el catre del hombre vestido, las manos de carbón sobre la cara, la mesa, el revés del repasador, pan, puré, lentejas pegadas al fondo de una olla, y antes de afrontar otra vez el pasillo de un manotazo jabón y un cabo de vela.
Me lavé la cara hinchada, después el resto del cuerpo, escalofríos, un hormigueo me obligaba a estirar los brazos, abrir y cerrar los puños, caminaba en círculos alrededor de la silueta irradiante que había dejado el sobre, pensaba en Cúper, contarle algo, como si yo también fuera a escribir una carta sin tener su dirección, papel ni pluma. O él no preguntaba cómo andás, cómo estarán las cosas por ahí aunque supiera que no recibiría respuesta, como si escribiese para sí mismo o hasta para un muerto, o varios, uno yo, otro el Cúper que habíamos conocido y al que le mandaba decir a través mío que no le importaba lo que pudiera pensar de él ahora, entre otros. Los dos estábamos vivos y estábamos muertos en el otro por medio de esta carta, de su huella rectangular marcada a cal en el piso, alrededor de la que daba vueltas como un buitre desnudo despintándome el sopor de las últimas semanas y que parecía el dibujo de una tumba en miniatura.
La leí por última vez mientras comía. Después, otro sopor distinto al de la fiebre, imágenes de Cúper sentado en el muelle de madera, las piernas pendientes del borde, fumando, el chico en brazos, una mesa con hojas dibujadas por sus hijas, ciruelas, una llave oxidada, su gorra de cuero, el ronroneo de la heladera a gas, el mar un reloj, Cúper también adormecido las manos enlazadas sobre el pecho, el cielo índigo, lila, a lunares, un farol con su séquito de mosquitas, arena, sombras.
No soñé que me despertaban la luz opalina del alba y el barullo y Dolores despeinada sacudiéndome un hombro. Decía algo tan incomprensible como que estuviera ahí. Las palabras salían de su boca en desbandada. Parece que en la calle, en las ventanas de la planta baja y el primer piso, y especialmente alrededor de la puerta principal, había una pelea.
Siempre se estaban peleando.
No era como siempre. Esta era una invasión, estaban tratando de entrar al edificio. El ejército de la Doña se defendía. Habían tapiado todas las ventanas y reforzado la puerta. Volaban piedras, golpeaban hierros contra las tablas, una maza intentaba abrir un boquete en la pared y con cada golpe el edificio vibraba, se sacudía, parecía saltar sobre sus cimientos. Desde el techo contestaban con cascotes y botellas.
Es el momento para escapar, dijo.
Me incliné hacia uno de los costados de la cama buscando un pucho en el piso. Lo encendí mirándola desafiante. Fumé, lento, deliberado rencor, disfrutando la idea de verme desde afuera como personaje de la película de mi fracaso fumar las tres o cuatro pitadas rápidas que me permitió el pucho hasta toparme con el amargo filtro, escapar qué. Cómo, dijo. Escapar para qué, dije, por qué, adónde. Escupía toda mi amargura sobre ella, sobre la desorientación reflejada en la pupila de sus ojos gatunos cada vez más grandes. Como si hubiera salvación, dije, desde abajo de la cama, había llegado buscando otro pucho, prefería quedarme ahí, que se maten los otros. Ella, balbuceando, que yo hablaba así porque no sabía lo que era tener un hijo, alguien más importante que uno. Asomando la cabeza desde abajo de la cama le apunté con el índice. Estaba esmaltada en llanto. Una cosa es estar siempre en el mismo lugar y otra muy diferente volver siempre al mismo lugar. Empecé a disparar la misma frase en voz cada vez más alta tratando de tapar la dulce suya haciendo de cuenta que no la oía decirme hablás así porque estás herido, tenés que salir, salto, la atrapé por las muñecas, se retorció, forcejeamos, el olor a jabón para bebés de su cuello trajo a la última Turca y me puse a dar trompadas contra la pared, el ruido de los mazazos, de las detonaciones, afuera, aumentó, y fui sintiendo más fuerte con cada golpe el respiro de no creer nada de lo que decía.
Cuando me asomé a la ventana y agité el brazo hacia los minúsculos invasores de abajo, que me respondieron con un rugido, mi único pesar era el recuerdo. Abrí el colchón y desparramé el relleno por el piso. Era una mezcla de paja y trapos, pelotas de un algodón grueso, estopa, mugre y lana que no encerraba ningún tesoro, pero una lejana fragancia, algo fresco, vegetal, brotaba a veces todavía vivo a través del tufo. Envolví una parte en la sábana, puse el elástico de la cama encima, todo cerca de la puerta y lo encendí usando la carta de Cúper como mecha, su papel fino sin renglones, su letra despareja tinta negra y azul, la flor de su firma ardiente.
El silencio del pasillo, la quietud en la escalera sonaban a trampa, pero nadie intentó retenernos. La lucha debía concentrarse en la puerta principal, en la planta baja, en el frente del edificio y sobre todo en el sótano, que era donde la Doña iba a replegarse con sus hijos, todos atraídos por el tesoro del sótano, llevados hacia ahí por su instinto como una especie de insectos o los últimos sobrevivientes de una tribu yendo a enterrarse antes de terminar de morir.
En el primer piso entramos a una pieza que daba al fondo, un baldío de cactus y animales muertos y más allá la calle. Había que agarrarse del marco de la ventana, ir metiendo las puntas de los pies entre los ladrillos y saltar. Dolores sacó medio cuerpo afuera para alcanzarme al chico y yo lo recibí estirando los brazos. Durante ese minuto o dos, hasta que el peso del cuerpo de Dolores estremeció la tierra, y mientras nos mirábamos y al entregárselo con torpeza, entreverando manos y mantas, lo tuve por primera vez en mis brazos. Empezaron a caer las piedras a brotar charcos de fuego a nuestros pies. Frené un poco para dejarla pasar y una piedra se partió en mi cabeza. Caí primero de rodillas, después acostado sobra mi sombra de sangre en el suelo. Otras me dieron en la sien, en el pecho, en la frente. Dolores todavía corría, la cabeza y los hombros encogidos sobre el chico, empujándolo contra su pecho. Volví a acostarme. Era una parte de yuyos bajos que conservaban, como el relleno del colchón, cierta frescura. En una ventana del edificio me pareció ver el perfil de pájaro de la Turca asomado a mi puerta la tarde que dijo hay un laburo para vos y levanté el brazo como diciendo paren que no alcanzo a escuchar, a quién, se me partía otra vez la cabeza, las piedras habían abierto las cicatrices de las mismas heridas y la sangre chorreaba libre sobre mi cara, me velaba la vista, tibia y enseguida empezó a enfriarse en el pelo pegoteado y las cejas, su gusto en la garganta, mirada definitiva al edificio envuelto en el humo y la bruma del amanecer y brazos de fuego asomando por las ventanas que se estiraban agitándose hacia arriba y después entraban dejando ver la pared negra y volvían a salir y antes de entrar otra vez se sacudían arriba y abajo, manoteaban desesperados el aire como un ahogado.